Cuando las personas se me acercan y me comentan que no tienen ninguna historia interesante para contar, yo definitivamente no les creo. Estos siete años en que he escrito libros inspirados en historias reales me permiten afirmar que he escuchado y leído vivencias de todo tipo. Todas y cada una tiene un ingrediente especial. No importa si hablan de asuntos domésticos y cotidianos o de grandes hazañas, lo que yo considero importante es el hecho de contarlas. Sé que por alguna razón específica esa persona ha decidido narrarme algún episodio de su vida. Hay quienes a veces me dicen: “¡Ay, eso es equis!, ¿eso qué?” Yo les respondo que toda historia vale la pena ser contada. ¿Por qué? Porque todos estamos hechos de historias. Breves o largas, intermitentes o permanentes. El secreto de mi entusiasmo al afirmar esto radica en la manera que tengo de escuchar o de leer lo que la gente me comparte. Tal vez por encima pareciera que alguien me está narrando un simple y rutinario día, pero en realidad esa persona utiliza palabras o tonos de voz que revelan lo que hay en su mundo interior al momento de compartirlo. Por ejemplo, debajo de un relato sobre cómo una mujer prepara el café por la mañana, después lleva sus hijos a la escuela y más tarde camina entre los pasillos de un supermercado hay meta-relatos, es decir historias danzando debajo de esas descripciones que revelan pasiones o falta de ellas, temores o atrevimientos, soledades o ilusiones. El secreto está en poner atención a lo que el otro dice y cómo lo expresa. Otra manera de descubrir historias maravillosas en cualquier persona es por medio de la formulación de preguntas que no sólo demuestren que se está prestando atención sino que además permitan escarbar más en la experiencia que se nos comparte. Así he descubierto joyas hechas de pedacitos de vida. Por ejemplo el personaje de Lucita en Regalos para toda ocasión, que de entrada parecía llevarme únicamente a la narración de una abuela que habla de sus domingos asistiendo a misa pero que termina en un relato revelador y conmovedor. O “El sapo que ama la luna”, en mi libro Tú princesa y yo sapo, que parecía un relato más de un hombre al que le ponen el cuerno —tema tan trillado— y que termina siendo una historia que nos lleva por el mundo emocional de un varón que sigue enamorado a pesar de la traición. El cómo siempre será el gran escenario para conectar con el otro: cómo escuchamos, cómo interactuamos, cómo nos mostramos ante el otro para generar confianza y empatía. Algún día una chica me escribió en mi página de Facebook y comenzó así: “Rayo, tal vez mi historia no te interese, no tiene nada de especial, pero necesito contarla”. Y eso es lo importante, su necesidad de contarla, de hacer catarsis y de abrirse. Desde que leí eso, estuve segura de que era una historia valiosa y así fue. Quedó plasmada entre las líneas de mi libro Cuando mamá lastima.
Todos escribimos un capítulo en el libro de nuestra existencia cada día. Hay capítulos que hemos borrado pero que siguen en la no palabra, en la no letra, ahí donde solo se accede a través del recuerdo. También de esas historias estamos hechos. De lo que hemos olvidado, de lo que hemos eliminado de nuestros discos duros. A veces solo basta un poco de empatía para tener acceso a esos archivos.
Yo agradezco de manera infinita la confianza que me tienen mis lectores y seguidores para permitirme el acceso a los archivos de sus vidas. Mientras tanto seguiré escribiendo, inspirándome en cada ser humano que me cuente su historia porque, repito, todas las historias merecen ser contadas, el secreto está en cómo se cuenten. Además, tengo muy claro que si alguien me cuenta algo, es porque necesitaba decirlo, y si alguien necesita expresar algo es por alguna razón. Como dijo Giovanni Papini, escritor y poeta italiano:
Si un hombre cualquiera, incluso vulgar, supiera narrar su propia vida, escribiría una de las más grandes novelas que jamás se haya escrito.