Éramos muy jóvenes cuando nuestras vidas se cruzaron. Yo, con dieciocho años cumplidos y Agustín, veinte. Me faltaban dos meses para concluir el bachillerato; él estudiaba medicina veterinaria. Yo, educada para casarme; él, para ser cazador. Nos encontramos por primera vez en la fiesta de cumpleaños de una amiga en común. Me enamoré de su sonrisa, de su mirada. Agustín de mis piernas, de mis glúteos y de mis senos. Esa noche creí estar frente a un príncipe que me hizo sentir princesa y él, frente al egocéntrico reto de conquistar a una nueva doncella. Luego del cortejo pasamos al noviazgo. Él se dio cuenta que de no existir un compromiso formal de por medio yo nunca cedería a sus deseos y aceptó jugar a los novios. Escondiendo el interés por mi carne fingió estar enamorado de mi ser, y yo lo amé completo. Me gustaba todo lo suyo, su color de piel, su sonrisa traviesa, sus manos fuertes y velludas. Desde niña me programaron para casarme, formar un hogar y me visualizaba con dos hijos habitando una hermosa casa. Crecí al lado de unos padres que ahora lo entiendo guardaron sus diferencias y pleitos en la alcoba para demostrar ante sus hijos y los demás que formaban una pareja ejemplar. “Eloísa, formar una familia feliz, ejemplar y respetable es a lo que más puede aspirar una buena mujer”, dijo mi madre. Y lo que dice una madre es ley de vida. Una madre también tiene algo de vidente, ella vio algo en Agustín que la hizo oponerse a nuestro noviazgo, vio lo que yo no quise ver: que mi novio y yo teníamos distintos valores.

Agustín era hijo único de padres divorciados. Durante la infancia permaneció al lado de su madre, una diseñadora de modas cuya moral relajada le permitía estrenar amante cada mes, que presumía de poseer una mente abierta y de ser una mujer culta por haber acumulado viajes en todos los extremos del planeta. Le concedía de manera material lo que de manera emocional negaba a su hijo. Agustín decidió irse a vivir con su padre cuando cumplió quince años, porque la vida disipada de su madre comenzó a molestarle, a generar conflictos entre ellos; entonces perdió todo contacto con su madre y fue su papá quien abrió espacio para él en la nueva familia que había formado. Fernanda, su madrastra lo recibió cálida, pero con ciertos límites, porque estaba consciente del carácter conflictivo y rebelde de Agustín y no quería que sus dos hijos se contaminaran con las ideas del hermanastro. Fue una etapa complicada para ellos y el desenlace de esa experiencia fue que Gustavo el padre de Agustín tomó la decisión de rentar un departamento para su hijo mayor y apoyarlo económicamente para que continuara estudiando, pero lejos de su nueva familia.

Esto que relato no me lo contó Agustín de esta manera, lo fui descubriendo a través de los años. Durante nuestro noviazgo él se mostró como la víctima de su madre, de su padre y de todos quienes lo rodeaban. Entonces, esa parte integrada en muchas mujeres a la que llamo el “síndrome de la rescatadora” se activó y me dije: “tienes que salvarlo y darle todo el amor que no ha tenido”.

Me entregué a Agustín siete meses después de haber iniciado la relación. Lo hice porque estaba segura de que estaba cediendo mi cuerpo y mi alma a quien sería mi compañero de toda la vida, porque estaba convencida de que nuestra historia terminaría en el altar, y así fue. Me embaracé en la tercera relación sexual, y nos casamos.

Agustín se casó conmigo porque le dio miedo la reacción de mi padre, porque yo supliqué que nuestro hijo naciera en el seno de una familia y porque tal vez le pareció una buena idea tener una esposa guapa, educada con aspiraciones domésticas y buena cocinera. Yo me casé porque lo amaba con locura.

Me volví loca de amor y de felicidad. Como haya sido, tenía esposo, estaba esperando un hijo. Luego una casa, modesta pero bonita, cerca de la universidad donde Agustín siguió estudiando. Dependiendo económicamente de nuestros padres durante un par de años, pero enamorados. Creo que fue una etapa en que sentí que mi esposo adquirió un poco de madurez y se entregó a sus estudios, luego se asoció con un compañero de la escuela y abrieron una estética canina con consultorio y los sueños se comenzaron a convertir en realidad. Agustín podía tener muchos defectos, pero le gustaba trabajar. Es trabajador hasta el día de hoy. Fueron esos primeros años de una paz que solamente se sacudía por conflictos económicos o por la frágil salud de nuestro hijo Alfredo, quien resultó padecer asma y eso nos provocó varios sustos. Todo parecía fluir como debía ser.

Ese “debe” es tramposo. Crees estar viviendo lo que debes vivir, haciendo lo que debes hacer y el tiempo te avienta en la cara resultados que no esperabas.

“Una buena esposa debe cuidar su cuerpo, mantenerse bonita, arreglarse para su marido, para que otra mujer no te lo robe”, como si otra mujer pudiera, con facilidad y sin su consentimiento, llevarse a mi marido hasta su lecho.

Mi esposo era mujeriego desde antes de casarnos, pero yo no quise ver ese detalle en su personalidad. Justifiqué de mil maneras su “ojo alegre” repitiéndome que estábamos muy jóvenes, que se iba a calmar con la edad y que, además, yo me conservaba en forma, guapa, siempre bien vestida y maquillada para él. Hasta para salir a hacer deporte me vestía sexy, siempre intentando conservar su deseo y atenciones. Pero para mi esposo nada era suficiente. Por más que yo estuviera bonita y seductora, su mirada se la robaban otras mujeres. De reojo lo descubría observando a otras en la calle, en las fiestas, en cualquier sitio al que asistíamos juntos y estaban otras mujeres presentes.

Desde entonces empecé a padecer una psicosis recurrente que me hizo empezar a revisar sus bolsillos, a espiarlo mientras hablaba por teléfono, a visitarlo sin avisar en su clínica veterinaria. Más de una vez encontré mensajes sospechosos, correos electrónicos de mujeres desconocidas para mí, llamadas en su celular de números extraños. Pero las explicaciones y excusas de mi esposo siempre me convencieron y terminaba en la cama con mi dosis de sexo reconciliatorio que me hacía volver a creer en él. Llegó nuestro segundo hijo, José, a los cinco años de matrimonio.

Y otra vez, Eloísa, cuidando hijos sin descuidar el gimnasio, intentando ser buena madre, buena cocinera, buena enfermera para mis hijos, buena en la cama y estar buena para que mi marido no volteara a ver a otras. A eso debo sumar el hecho de que me hice obsesiva con el desarrollo económico de la familia y el estatus. Comenzó a importarme demasiado el “qué dirán”, el hacer lo que otras familias hacen, tener lo que otros tienen, aparentar ante todos que era una mujer realizada, con un esposo guapo, unos hijos hermosos, una casa impecable, un cuerpo bonito y además con un estatus social. Me metí en la cárcel de la apariencia física y social sin darme cuenta. No te das cuenta porque te programan para eso, llaman éxito a eso y es lo que buscas con fervor para demostrar a los demás, y a ti misma, que has triunfado en la vida.

El negocio de Agustín prosperó, se independizó de su socio y montó una moderna clínica veterinaria. Compramos una casa más grande, automóviles nuevos, membresías en gimnasios de lujo, en un club deportivo donde empezamos a practicar natación y a ir de viaje a Estados Unidos para comprar ropa de marca que nos permitiera subir de estatus y poner en nuestras redes sociales fotografías que provocaran la envidia de nuestro círculo de familiares y amigos.

Que las personas tengan logros profesionales y económicos es admirable, sobre todo cuando van acompañados de un crecimiento integral como personas que solidifica su proyecto familiar y espiritual. Pero el de nosotros era un proyecto aparente, falso. Debajo de esas máscaras pintadas con el pincel del ego existía una relación cada vez más forzada entre Agustín y yo. Nuestros hijos estaban creciendo programados para obtener todo lo material y para fingir junto con nosotros ser una familia ejemplar. Sin embargo, cada día con más frecuencia, eran testigos de nuestros pleitos y discusiones. Todos provocados por mis celos, por mis sospechas de infidelidades de su padre. Cometí el error de tocar asuntos de pareja enfrente de ellos para convertirme, entonces, en “la loca de la casa”, la que exageraba todos los problemas, la inestable, la que generaba discordia y rompía la paz en el hogar. Esa paz frágil, sostenida sobre dos ladrillos quebradizos: el de la apariencia y el de la desconfianza.

Me volví loca por no poder ser la única mujer en la vida de Agustín. Obtuve pruebas de la relación que tuvo con una chica que jugaba tenis en el club deportivo al que asistíamos. Lo negó y se puso como niño llorón, después como macho lastimado en su derecho de ser cazador. Primero lloró porque no creía en él, después me gritó que estaba loca y que él podía hacer lo que le diera la gana y que, si no me parecía que me fuera a vivir con mis padres, que esa era “su” casa.

Lo perdoné.

Me dio miedo su amenaza de correrme de la casa. A final de cuentas era una mujer que no sabía hacer otra cosa que amarlo profundamente, a él y a mis hijos. Una mujer que no tenía lugar propio en el universo, que solamente poseía ese espacio emocional para existir, entre esas paredes con él y mis hijos. Además, ¿qué dirían los otros? La idea de revelarle al mundo las hazañas extramaritales de mi esposo hacían que el cuerpo entero se me petrificara. El miedo azuzó mi ser y lo perdoné.

Seguí perdonando a Agustín sus múltiples engaños, era tan sagaz que en muchas ocasiones terminé pidiéndole perdón yo de la situación. Me volví loca y comencé a inventar estrategias para alejar a las zorras, porque incluso me convencí a mí misma de que las otras mujeres eran las culpables de que mi marido cayera en pecado. Tapicé mis redes sociales con fotografías de los dos. Aprovechaba cualquier oportunidad para tomarme selfies a su lado para luego subirlas y si alguna de las zorras entraba a stalkear mis redes pudiera darse cuenta de quién era la dueña de Agustín. Tomé cursos de superación y escribía frases de mujer empoderada en mi Facebook cuando la realidad era que vivía sometida a los deseos de un hombre macho e infiel. Acudí al cirujano para levantar mis senos afectados por la maternidad, aproveché una operación de vesícula para que de paso me hicieran una liposucción, asistía al gimnasio enfebrecida para conservarme bella y poder competir con todos los fantasmas femeninos que rondaban mi hogar.

Mis hijos crecieron y se construyeron sus mundos. Se fueron ambos a estudiar en universidades extranjeras. Agustín abrió dos sucursales de su clínica; el dinero no faltaba, pero la cuenta del amor estaba en números rojos. Con nuestros hijos lejos, la casa se convirtió en el campo de batalla en donde las faltas de respeto e incluso los golpes y empujones comenzaron a hacerse presentes.

Eloísa, aparentando ser feliz, adicta al cirujano para no envejecer, al ejercicio para conservar la carne firme, aunque el amor estuviera flojo. No estaba dispuesta a perder todo por lo que había luchado: un esposo guapo y exitoso, unos hijos hermosos, una casa de envidia y la admiración de los demás. Sin embargo, por más bello que sea un edificio si tiene los cimientos frágiles tarde o temprano el temporal o los desastres naturales lo tiran. Y el desastre natural tuvo nombre: Liliana.

Cuando descubrí la relación de mi marido con Liliana me volví loca. Junté rumores y sospechas, comencé a espiarlo, a seguirlo, y entonces me di cuenta que llevaba tres años con ella, que le había rentado un lujoso departamento y que los últimos viajes a congresos habían sido viajes a Europa y Sudamérica con ella. Mi rival tenía veintisiete años, los mismos que llevábamos casados Agustín y yo.

Con mis cuarenta y cinco años encima me paré frente al espejo y me volví loca. Pero era una locura distinta, esa que hizo que me diera cuenta de repente que era una tontería permanecer a su lado, seguir aparentando ser feliz cuando la psicosis, la depresión y la ansiedad se habían apoderado de mi mente. Me volví loca y destrocé con voluntad todas las ideas que me habían hecho permanecer al lado de un hombre que jamás fue mío.

Esa tarde contraté un cerrajero y cambié las chapas de la casa. No lo iba a dejar poner un pie en ese hogar profanado por sus tentaciones e instintos. Me asesoré con una amiga abogada y comencé a escribir la primera página del nuevo libro de mi vida.

La batalla que dio inició requirió de toda mi entereza, agarré valor de los más dolorosos recuerdos almacenados en mi corazón y no cedí. Agustín luchó a su manera, primero con amenazas, después me citó para conversar y lloró, suplicó. Yo no cedí. Me abracé a mí misma, me consolé y me respeté como nunca antes. Se me cayó el teatro, pero a él también. Se acabó la exitosa función que presentamos al mundo en el escenario de nuestra vida.

Los hijos desde lejos nos dijeron: hagan lo mejor para todos. Ellos estaban más sanos mentalmente que nosotros, habían comprendido desde hacía mucho tiempo que a sus padres los unía la locura y no el amor. Porque se necesita estar loco para levantarse por las mañanas a fingir sonrisas y a caminar con altivez por el mundo cuando en realidad se está lleno de rencores, miedo y humillación. La guerra declarada nos arrastró a cometer más locuras. Declaraciones en redes sociales ridículas y resentidas, enfrentamientos verbales acalorados ante abogados, a insultarnos a gritos cuando nos encontrábamos por casualidad sin importarnos el lugar. Esa locura que se deslizaba por mis sentidos y me hizo ir a buscar a Liliana para abofetearla y amenazarla. Me volví loca, pero seguí luchando, intentado arrancarme de la conciencia tanto dolor, resentimiento y odio.

Pero no hay guerra que dure cien años ni quien los soporte. Firmamos el divorcio y económicamente no me fue tan mal. Hay quien me dice que debí conseguir más, pero ya estaba en un nuevo nivel de conciencia que me llevó a comprender que era más valiosa mi resurrección que el dinero.

Han pasado seis años y Agustín dice que me volví loca después de nuestro divorcio:

“Se volvió loca desde que la dejé, se metió a clases de yoga y resulta que ahora hasta da clases, se la pasa viajando a retiros en la montaña en donde con una bola de locos como ella se ponen a meditar y cantan; le dio por dejar de comer carne y trae un novio hippie, un gurú de esos que dan cursos de transformación; comenzó a estudiar repostería y ahora resulta que dizque entrega postres en restaurantes de lujo; se le botó la canica y vendió la casa que tanto peleó que pusiera a su nombre y se compró un departamento en un fraccionamiento alejado de la ciudad en medio del bosque; loca de remate, se hizo blogger y comparte todo lo que hace en su día en internet sintiéndose famosa; hace el ridículo contando cómo prepara licuados con frutas y semillas o de cómo saca a pasear a sus tres perros; no la reconozco, es otra, se volvió loca de atar, dicen que le dio por correr, creo que es su delirio de persecución; loca, loca, nada quedó de la que fue mi mujer”.

Y tiene razón. Me volví loca de felicidad, me sentí liberada. Ya no tengo que aparentar ser quien no soy. Me vuelve loca de felicidad el viento sobre mi rostro cuando corro por el bosque, el olor a pan de centeno recién horneado, el dinero honesto que me gano dando clases de yoga, los besos de mis hijos cuando me visitan. Me vuelven loca de amor los abrazos de Gael, mi pareja, con quien aprendo cada día algo nuevo, quien me acepta como soy, sin maquillaje ni ropa de marca. Me volví loca después de Agustín, pero loca de amor por mi vida. Una vida libre de mentiras, de traiciones, sin falsedades. La existencia auténtica a veces se logra solamente caminando a través del dolor, convirtiendo el sufrimiento en oportunidad y los rencores en paz. Existe quien prefiere seguir aparentando ser feliz, porque de alguna manera esa felicidad es a la que aspiran y es válido, cada ser humano decide qué es lo más cómodo para su proyecto personal de vida. Hay quienes como yo en un rato de locura deciden dar media vuelta y caminar en dirección totalmente opuesta. Nos llaman locas y andamos sueltas. Soltamos prejuicios, rompemos paradigmas y vamos por la vida abrazando nuestros sueños, nuestros miedos, nuestros recuerdos y aprendiendo a amarnos más a nosotras mismas.