Un Día de Muertos… con muchos muertos.

Este Día de Muertos se encenderán miles de veladoras. La Muerte, de la mano de un virus, recorre el mundo. Entre respiradores, cubrebocas mal colocados, cuerpos huérfanos de abrazos y besos, camina erguida, soberana. Es un año de mucho trabajo para ella, con jornadas de tiempos extras. Los murmullos de los cementerios confiesan: “se le ve fatigada”.  Recorre calles con cines vacíos, teatros desolados, playas sin cuerpos bronceados, aulas sin infancias, avenidas desiertas, hospitales saturados. Pasea por ciudades amenazadas con un siguiente confinamiento. El mundo hoy, indudablemente, es su territorio. Se desplaza a sus anchas.  “Este Día de Muertos no va a alcanzar ninguna casa, ningún panteón, ninguna ofrenda para tantos, que cada minuto se acumulan. No me atrevo a pensar que sólo hay cielo para paliar este infierno”, dice mi querida Ethel Krauze.

            Contemplamos a La Muerte cercana, impertinente. Roza los corazones amados.  Sigilosa, viola la paz de la familias, las desgarra. Concentrada en su quehacer, soslaya algo importante: somos inmunes al olvido.

            Los mexicanos recordamos nuestros muertos como si estuvieran vivos. Encendemos velas, preparamos sus alimentos preferidos, picamos papel de colores, en platos de barro colocamos mole, enchiladas, bolillos, fruta. Servimos al tope vasos con tequila, ron, mezcal. Enmarcamos sus fotografías en plata, madera, vidrio. Este año, haremos una fiesta enorme, descomunal. Porque son muchos, y no, no se han ido.  “Altar, te miro de frente porque hoy siento, porque hoy vivo entre los vivos” escribe Mónica Hérnández.

            La fe y la esperanza, benevolentes, tercas, nos sostienten. Cada rostro con cubrebocas, con careta, cada par de manos lavadas, suman futuro. “En muchas ocasiones observé la fe, ese atributo divino que se funde con la esperanza, manifestarse en los demás, revelándose a menudo de manera inversamente proporcional al fin que se acerca. El tiempo es el enemigo que derrota a los seres humanos, pero la certidumbre matemática de la mortalidad es también lo que le da sentido a su vida”, dice Claudia Marcucetti en sus “Heridas de Agua”.

            El pan de muerto, esponjoso, azucarado, disimula el sabor agrio de las ausencias. Con tragos de chocolate caliente disolvemos nudos en las gargantas. En una noche de velas, cantos, reencuentros espirituales, recordaremos que todos, día a día, avanzamos hacia donde nuestros muertos viven. Ruta inevitable. Imploramos lentitud, retraso en su curso. “Muerte, que con mirada de águila vuelas en busca de nueva presa, pasa de largo en esta pandemia, deja mi casa intacta, que este temor constante, ya es pena, ya es muerte”, escribe  Mónica Castellanos.

            Son muchos nuestros muertos en este Día de Muertos. Descenderán desde el más allá, en su noche colorida de noviembre perpetuo. “El pasado no existe sin un presente que lo recuerde, en México sabemos honrar nuestro pasado”, escribe Sophie Goldberg.

            Nunca antes fue tan sencillo esquivar a La Muerte. Basta un cubrebocas bien puesto, lavarse las manos, mantener sana distancia, salir para lo indispensable, evadir contactos, suspender celebraciones. La retamos. Nos burlarnos de ella, sucumbimos en sus brazos. ¿Será que nos hemos acostumbrado a convivir con ella? ¿Observamos a La Muerte como un elemento más de la parafernalia de la “nueva normalidad”? “Me sorprende, como si fuera una idea nueva, este miedo a la muerte. Muerte. La palabra se repite obsesivamente como si no hubiera otra forma de nombrarla: defunción, fallecimiento, deceso, expiración, baja. ¿Cuántas bajas tendremos en esta guerra, mi coronel?”, escribe mi querida Victoria Dana.

            Día de Muertos, con muchos muertos. Fiesta a la que asistirán millones de almas, provenientes de todas partes del mundo. En este peligroso planeta, se les extraña, se les recuerda, se les ama, se les honra. Vienen a recordarnos la fragilidad  del presente, el majestuoso poder de la respiración. “La muerte nos lleva a todos y la vida no espera a nadie”, escribe Sofía Segovia en “El Murmullo de las Abejas”.

            La Muerte y la urgencia de consuelo llegan siempre juntas. Solidarios, los vivos, nos abrazamos, nos explicamos la pérdida. “Muertos simplemente cambiamos de plano, seguimos aquí, en la mente y el corazón de quien nos amó en vida”, escribe Maura Gómez. La vida es una suma de pérdidas, una resta. Y La Muerte, matemática implacable, imprudente. “Me agarraste desprevenida, en un soplo frío, te llevaste a mi amiga peluda, Lala, Lalita, Lala “la loca”, le reclama Nadia Jiménez. En este año de encierro, los miembros de cuatro patas persiguen los pasos de los habitantes de una casa. Han sido colchón, cobertor, almohada que se abraza, se huele, se besa, para compensar el contacto prohibido. Asidos a sus correas, sus amos evaden multas al pasear por los parques. Sus narices húmedas olfatean nuestras angustias, nuestra desesperación, la carencia en las estufas, la lucha cotidiana por el sustento. Con miradas e intenciones más sinceras que las de cualquier pariente, las mascotas disfrutan de nuestra presencia sin límite en el hogar, felices.

            Recorremos una y otra vez los espacios que habitamos, fisgoneamos pertenencias. Limpiamos, ordenamos, desechamos. Nos damos cuenta de nuestra acumulación de lo inservible, de la trascendencia de lo simple. Nos sorprende constatar que no necesitábamos de tanto adorno para ser felices. Enfermos de prisa, extraviamos la sabiduría de la paciencia. Vestidos de la cintura hacia abajo con ropajes holgados, cómodos, propinamos retoques de lo apropiado, lo permitido, lo debido, del ombligo para arriba. Viajamos por Zoom para no morir como islas sin mar. Desde nuestros escondrijos, retamos a La Muerte, anhelamos salir ilesos de su rondín. “Si me ha de matar este bicho, que me agarre viva. Pienso acabar despeinada, con la ropa hecha jirones y la piel reluciente de tanta caricia. Igual, si no es la bolita verde, será otra cosa, igual hoy ,o en cincuenta años. Cómo, no sé. Mejor le echo ganas a esto que se llama vida. Para quejarme, tendré tiempo en la tumba”, escribe Tamara Trottner.

            La Muerte pasea a su antojo por nuestros espacios mundanos, terrenales. El 2020, es su año de vacas gordas, de cosecha abundante. Robusta, se alimenta de la imprudencia del cretino, del “a mí no me pasa” del egocéntrico, de demagogias, de descuidos. El 2 de Noviembre, los corazones mexicanos, luminosos como velas encendidas, tapizaremos el puente que nos separa de nuestros difuntos. Tomados de sus incorpóreas manos, velaremos el sueño de los inocentes. Rezaremos plegarias para mantenernos vivos. “Mientras esté viva, me quiero envuelta en el calor del fuego. Tal vez, así se darán cuenta que sólo vivos, besamos, amamos y sentimos”, escribe Mónica Salmón.

            Arropadas por la palabra escrita, nuestro amuleto protector, “las hijas de la pandemia” contemplamos el horizonte del duelo, sus cerros, planicies, ocasos. Recopilamos historias como las que en Infestados cuenta Cristina Liceaga: “Al tocar el pavimento, Susana tuvo conciencia de la sangre escapando de su sien. Sintió el clic de la nuca al partirse. Pudo abrir los ojos y percibir la mirada del Nazareno sobre ella, reprochándola”. Con voces paridas en tábulas rasas, reproducimos lamentos, esperanzas, memorias. Imaginamos futuros generosos.

            Los mexicanos, no sabemos qué hacer con La Muerte. Por eso la hacemos canciones, verso, pan, prosa, grito, figura de dulce. “La muerte es el sonido de una flauta, que no conduce a ningún lado”, escribe Gabriela Riveros en “La orilla de las cosas”. Amasada costumbre, hecha cultura, La Muerte, contemplará nuestro altar inmenso. Elegante, con su traje de catrina, paseará por las brechas de nuestras nostalgias. Ataviada de arrogancia, soslayará una vez más algo importante: Nuestros muertos nunca se van. Son inmunes al olvido.

Rayo Guzmán

Historias para no rendirte

Historias para no rendirte

Muchísimas gracias a la Canadem Michoacán a Fabiola Bribiesca  y a todas las personas que nos acompañaron en Uruapan en el Congreso Expo Desarrollo Mujer!! Fue una noche maravillosa!!! Gracias por tanto!!!

Madre santa

Madre santa

Soy un cuarentón de nombre Manuel Bolaños y algo simpático —al menos eso dicen los que me conocen—. Soy gay y tuve mi primera experiencia sexual a los 21 años. Comencé tarde en comparación a lo que he sabido de muchos de mis amigos de la comunidad homosexual, y no porque me faltaran oportunidades, sobre todo con mujeres. Siempre tuve un encanto con las damas, pero el problema era que a mí no me gustaban, yo no quería estar con una mujer. Siempre supe que era gay, y como me tocó ser chavo de los años 80, en ese tiempo era complicado abrirse o salir del clóset, como se dice, tal vez por eso tardé tanto en aventarme. Por ejemplo, a mí me gustaba el ballet, y cuando quise entrar a clases, me detuve por los comentarios que en mi entorno escuchaba al respecto:“ Eso es para jotos”, “sólo los maricones bailan eso” y similares. Pero esta historia que quiero compartir tiene que ver con mi bella y santa madre, el ser que más me ha querido en el mundo. Los amigos te estiman; tu pareja puede adorarte; los compañeros de trabajo, respetarte y apreciarte; tus hermanos te tienen afecto; tu padre puede amarte, pero para mí la madre es el único ser que se muere de amor por ti, que da la vida por ti. Tal vez estoy hablando en mi caso y, a fin de cuentas, es mi historia. Puede que haya otras madres distintas a la mía, pero de la mía es de la que quiero platicarles. Y la mía, con todo y el amor que me profesa, a veces tiene extrañas maneras de manifestarlo. 

Tenía yo 25 años e iba manejando por el centro de la ciudad; vivíamos en Puebla, una ciudad hermosa del centro del país, reconocida mundialmente por sus iglesias y su arquitectura. Mi madre iba de copiloto. En su charla, recuerdo que no dejaba de insistir en presentarme a una chica. Esta conversación era frecuente entre nosotros; de hecho, me había cansado de decirle que no, pero mi madre no se cansaba de proponérmelo. Sin embargo, ese día nunca lo olvidaré. Sabía adónde iban sus preguntas, ella ya conocía la respuesta, pero se negaba a entenderlo, en sus estructuras mentales no cabía la idea de tener un hijo como yo, y seguía insistiendo: que por qué tenía tantas fotos de un muchacho en los cajones de mi recámara, que si los vecinos rumoraban, que ella quería saber cuándo tendría nietos para cargarlos y mimarlos, que no quería verme solo como hombre adulto, que deseaba que los demás me respetaran, y creo que esas eran legítimas preocupaciones de una madre cuya educación acerca del hombre homosexual es esa estúpida caricatura que sigue reproduciéndose en televisión o en el cine, con pelucas y adictos condenados a vivir solos bajo la mirada inquisidora de la sociedad y de Dios. En fin, una cantaleta que parecía no terminar, una serie de reproches y preguntas, como si yo hubiera hecho algo muy malo. Sin duda alguna, necesitaba rectificar el camino no sólo por mi propio bien, sino para su tranquilidad. Y, como les digo, ese fue el día en que toqué fondo, mi madre me llevó a los confines de mis límites. Agotó mi paciencia, detuve el coche bruscamente y le dije: “Si vas a seguir arrinconándome con todas esas preguntas y argumentos, si vas a continuar haciéndome sentir como un criminal, jamás volverás a verme, me iré muy lejos de aquí y te quedarás sola, y tú serás la única culpable de haber alejado para siempre de tu lado al hijo que más te respeta y te quiere”. 

Sé que la mayoría de mis amigos homosexuales le da largas a este tipo de pláticas complicadas con la madre y que prefieren ir por la vida de “muertitos”. Mienten en la escuela, mienten en la casa, mienten con la familia y tarde que temprano todo se sabe, y a pesar de eso, siguen en la mentira, unos y otros. El caso es que yo ya no podía más. Mi relación con mi madre era extraordinaria, la adoraba con el alma, éramos madre e hijo, pero también buenos amigos. Yo soy el que más se parece a ella físicamente y sé que yo era su favorito; lo siento, hermanitos, pero es la verdad. 

Yo ya estaba cerca de mi límite con tanto reproche. Fue tanta su insistencia, que le dije: “Soy gay, mamá, soy homosexual y eso no es un delito. Lo he sido toda la vida, no sé por qué te asombras, soy una persona feliz, y yo creo que a fin de cuentas es lo que te importa. Tengo valores, un buen trabajo, te amo, y tú has pasado tantos años juzgándome, queriendo hacer de mí lo que no soy, cerrando los ojos a lo obvio. Yo no voy a vivir en mentiras como los hijos de mi tía Carmen”. He de mencionar que esos dos primos eran muy afeminados y, por supuesto, gays, pero como no lo decían de primera persona, todos hacían como que sólo eran “de finos modales”. Seguí vociferando, levantando la voz, manoteando, exigiendo el respeto de mi madre. Ella se quedó petrificada, en silencio, estrujando entre sus dos manos el cinturón de seguridad del auto y viendo hacia el frente, hacia la nada. Su mirada acuosa me conmovió y me detuve. Guardé silencio yo también y, sumergidos en ese silencio, encendí el auto y nos dirigimos hacia la casa. Al llegar, cada uno se recluyó en su espacio: mi madre en la cocina, yo en mi habitación. 

Cosa increíble, desde ese día todo cambió. Desde ese día, mi madre dejó de acosarme con preguntas incómodas. Un par de días después quiso retomar el diálogo conmigo y me pidió perdón. Me dijo que yo era su hijo y que siempre iba a dar todo lo que ella tu­ viera en sus manos para que todos sus hijos fuéramos felices. Desde ese momento, mi madre comprendió que la vida viene coloreada de mil colores, que no todo es negro o blanco. Esa fue y ha sido la más increíble manifestación de amor de su parte hacia mí. Desde ese día impidió que mis dos hermanos o que mi hermana menor me agredieran con comentarios sarcásticos o discriminatorios. Fomentó en mi padre el respeto hacia mi forma de vida y es algo que siempre le voy a agradecer. 

Mi madre conoció a tres de mis parejas, con la última se llevó mejor que con muchos de sus familiares. Lo adoraba, lo consentía, lo quería y fue sin duda su gran amigo. Ya no tuve que mentir diciendo que era mi amigo, mi compañero de trabajo u otras mentiras aprendidas para quedar bien y en paz con la sociedad. Pude compartir con mi madre mis penas de amor, mis alegrías y mi mundo emocional. 

A mi pareja reciente, y con quien sigo viviendo actualmente, alcancé a presentársela. Ella pudo verme junto a un hombre que estaba conmigo porque me quería y me cuidaba, y ¿acaso no es eso lo que quieren los padres? ¿Una pareja que cuide a su hijo y que lo apoye en las buenas y en las malas? Con los dos primeros novios que le presenté debo decir que fue cautelosa, apenas si los saludaba, siempre decente y educada, pero nada más. Como buena madre, creo que ella percibió antes que yo que no me convenían, que no eran muy buenas personas para mí y, aunque no dijo nada y respetó mis decisiones, se veía que ella era reservada en su afecto hacia ellos. Qué sabias son las madres, por algo se dice que hay que aprender a escucharlas. 

Mi madre se fue relajando poco a poco respecto a mi homo­ sexualidad y a veces hasta teníamos charlas sobre el mundo gay. Nunca con morbo, siempre con ese interés amoroso de entender­ me mejor. Ella me decía que quería saber más, que quería aprender de su hijo lo que era ser gay y así quitarse tantas telarañas de ignorancia. Claro que yo le decía que algunas cosas sí podía compartirlas y otras no, hay cosas de la vida privada que ahí se quedan. 

Mi madre bella y santa murió sabiendo que su hijo era un ser humano respetado, útil, trabajador, con buenos sentimientos y no un enfermo social. Con la verdad por delante y la nobleza y el gran amor de mi madre, nuestra vida fluyó mejor. Creo que para nosotros los homosexuales duele el rechazo social, pero nada comparable con el dolor que provoca el rechazo de la familia y, sobre todo, de la madre. A mi madre hermosa, mi madre santa, la extraño mucho desde su muerte en 2012. Fue educada en otros tiempos y con otras maneras de pensar, y aunque su amor no pudo lograr cambiar mi orientación sexual, sí logró convertirme en una persona decente, que se ama y se respeta. Además, soy muy feliz de ser lo que soy. Ser padre o madre de un hijo gay o ser gay no tiene que ver con culpas ni vergüenzas, tiene que ver con la comprensión, con ser honestos y enfrentar la vida con carácter, tolerancia, paciencia y amor, mucho amor. 

 

LIBRO: DESDE QUE ABRÍ LOS OJOS. Autores: Ramón Vallejo y Rayo Guzmán. DE VENTA EN LIBRERÍAS DE PRESTIGIO DE MÉXICO, IMPRESO Y EN EBOOK. 

No se parece

No se parece

Un tanto sorprendida, le pregunté a Alondra:

—¿Juras que sí es?
—¡Claro que es Adolfo!
 Mis ojos se abrían y cerraban sin dar crédito a lo que veían. Adolfo González fue mi novio en la secundaria. Era delgado, con el rostro lleno de barros y los brazos más largos que los pies. Le gustaba la química y jugar ajedrez. Nerd absoluto. Me agradó porque era tierno, respetuoso, y me ayudaba con las tareas de la escuela. Era introvertido y detestaba tomar alcohol. Era la época de experimentar con todo: tabaco, mariguana y cerveza. De sentirse adultos en cuerpos llenos de hormonas y jugarle al valiente para ser aceptados. Adolfo por eso no tenía muchos amigos, y era el novio ideal para pasar un buen rato. Además, sus padres le daban dinero y le prestaban el auto; me llevaba a comer y me compraba helados, muñecos de peluche y flores. Por catorce meses fue mi novio oficial, hasta que apareció un chico más guapo que se fijó en mí y entonces le rompí el corazón a Adolfo; lo dejé plantado en una cita, después finalicé mi relación con él y luego le dije que prefería que fuéramos amigos. ¡Ah, cómo me lloró! Me mandaba cartas, mensajes, regalos, y mi desprecio era lo que obtenía. Cuenta Alondra que hasta lo tuvieron que llevar al psicólogo porque no quería comer. Así se enamora uno cuando es adolescente, pero después la vida sigue.

Y pasaron dieciocho años sin saber de aquel muchacho con acné, tímido y escuálido al que le destrocé el corazón. Hasta esa ocasión en la que me cité con Alondra, mi amiga desde la infancia, para comer juntas y ponernos al día. Vi entrar a un hombre musculoso, con jeans ajustados que cubrían su firme trasero, y portaba una camiseta roja pegada a su torso que revelaba sin tapujos su marcado ab- domen. Su rostro —sin cicatrices de acné— lucía una barba de candado que lo hacía ver muy varonil.

—No se parece —objeté.

—Ahora verás —reviró Alondra y se puso de pie para ir directo a saludarlo.

Era Adolfo González y estaba feliz por el encuentro. Se había graduado con honores de ciencias químicas y practicaba el fisicoculturismo. Seguía jugando ajedrez, pero ya no era nada tímido. Conversó con nosotras durante media hora, pagó nuestra cuenta antes de salir y comentó que en un par de semanas regresaría a Francia, porque allá cursaba un doctorado.

¡Wow! Me quedé ahí, petrificada, mirando cómo se alejaba. Con la mano sudorosa después de haber estrecha- do la suya, sobreviviendo al impacto del reencuentro, pensando seriamente en no lavarme la cara en varios días para conservar esos besos de saludo y despedida que me plantó en las mejillas. Alondra no podía parar de reír. Después reímos juntas a carcajadas.

Luego, con un gesto serio en su rostro me dijo: —Tania, no dudes que él también se fue sorprendido. —¿Y por qué? —pregunté curiosa.
—Porque tú también has cambiado mucho desde

entonces. Imagínate: eras una flaca sin senos, y ahora traes prótesis 36B; no te conoció chichona, para empezar; tu cabello era negro y ahora lo has teñido de rosa. Te vestías como niña ñoña y ahora pareces emo. Siempre de negro y con el delineador oscuro en tus ojos que te da un aire retador. Eras amiguera y divertida, y te has convertido en una traductora de textos ermitaña que odia los antros y las fiestas, que prefiere viajar sola por el mundo y que escucha música gregoriana. Te conoció como hija de familia que no dabas un paso sin consultar a mamá y ahora no le haces caso ni a ella ni a nadie; eres libre de mente y de pensamiento. La verdad creo que tampoco él te reconoció cuando entró en el lugar.

Volvimos a reír a carcajadas.

—Ahora que lo pienso, tú no te quedas atrás, Alondra, eras enamoradiza desde chiquilla, todos los hombres se te hacían guapos, fuiste noviera desde los nueve años y vaya que tuviste novios. Te la pasabas maquillándote y vistiéndote a la moda, nunca salías a la calle sin peinar y sin tus ridículas bolsas con adornitos de corazones y piedras brillosas. Pepe, Fernando, Gustavo, y el cholo de Rufino, ¡de verdad coleccionaste especímenes de diferentes estilos! —solté una carcajada y proseguí—. Y mira nada más, ahora eres la mujer más relajada que conozco, enamorada de la ropa estilo hippie, holgada y sin pretensiones… y lesbiana.

Nuestras risas llamaron la atención de las personas de las mesas de al lado.

—Deberías ver la cara que más de uno de esos ex novios pone cuando me han llegado a encontrar tomada de la mano con Marisa, caminando por la calle —externó en tono travieso.

—Me imagino que quedaron perplejos… ja, ja, ja, ja, ja, ja.

Era verdad. Es más fácil ser consciente de los cambios de los demás antes que de los de uno mismo. La vida se percibe diferente desde cada ser humano. Los años pasan y la evolución es su consecuencia. Hay quienes mantienen su apariencia física a lo largo de la existencia y hay quienes la transforman. Como hay quienes sufren transformaciones paulatinas que los llevan a edificar una personalidad completamente distinta a la que se auguraba de ellos. Conocemos a alguien en una etapa de nuestra vida y nos formamos juicios permanentes de esa persona según cómo era en el tiempo que convivimos. Pero los seres humanos somos pasado, presente y evolución. Cambiamos.

No sé qué haya pensado Gonzalo de mí, puede ser que Alondra tenga razón y en este momento él se encuentre en el avión rumbo a Francia considerando: “Qué cambiada está Tania, ni la reconocí”.

Todos tenemos un ex amor que nos sorprende con el paso del tiempo, cuando lo volvemos a ver y encontramos a una persona totalmente distinta a la que habita en nuestra memoria. Por supuesto que cruzó por mi mente: Si he sabido, no le rompo el corazón y no lo dejo plantado. Espero que también a él le haya pasado un pensamiento similar al ver- me, pero sé que nada en esta vida está a destiempo, nadie pasa por nuestro camino ni antes ni después. El sentido del humor es el mejor de los sentidos. Así que me río cada vez que me acuerdo y reflexiono en que todos los seres huma- nos somos transformación constante, posibilidad latente. Podemos hacer cambios en nosotros cada día, y lo mejor, sorprendernos a nosotros mismos frente al espejo cuando vemos la evidencia. No juzgar a los demás por lo que son, porque todos podemos transformarnos cada día, y aunque conservemos la esencia de nuestros espíritus, a veces logramos hacer grandes cambios en nuestra personalidad. Las mariposas saben de eso.

 

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