-Sí, Federico, es verdad, Ana Elena y yo somos amantes -afirmó Toño.

Me quedé en silencio mirando hacia abajo, esperando impaciente que el suelo se agrietara y yo me hundiera en el abismo. Pero nada de eso pasó. Ahí seguí frente a Toño, mi mejor amigo, escuchando la más cruel de las verdades.

-Puedes golpearme, me lo merezco, pero no puedo dejarla, Fidel, la amo -siguió diciendo Toño mientras abría los brazos y me ofrecía su pecho para que yo lo golpeara y me deshiciera de la rabia y la impotencia que me estaban invadiendo.

Seguí sin hacer nada y cuando vi que el suelo no se abría en dos para tragarme, decidí dar media vuelta sin siquiera mirarlo a la cara. Tres, cuatro pasos y me paré en seco; regresé a buscarle la mirada.

– Ámala como ella se lo merece, cabrón. A mí que me lleve la chingada -le dije a Toño, mirándolo fijamente a los ojos para de una vez por todas largarme de ahí con rabia y tristeza circulando por mi sangre.

Cuando en el pasado llegué a escuchar a otros hombres hablar del famoso «Sancho» me reía sin temor alguno. Escuchaba esas historias como ajenas a mi realidad posible y, obviamente, confiaba por completo en Ana Elena, mi esposa desde hacía más de doce años. Ella personificaba la decencia, la moral y la confianza plena que necesita un hombre depositar en la mujer a la que le entrega el sudor de su frente convertido en sustento, y el esfuerzo de su trabajo convertido en hogar. Y de Toño, mi mejor amigo desde la adolescencia, lo único que había recibido era apoyo, fraternidad, camaradería y complicidad de borrachos. Toño y yo compartimos muchas cosas durante nuestros veinticinco años de amistad… incluso la mujer.

Toño se casó a los veinticuatro años y a los dos años de matrimonio se divorció, convencido de que había cometido un gran error al casarse con Mónica para responder al embarazo imprevisto que surgió a los tres meses de noviazgo. Después de que nació su hijo Toñito, pensó mejor las cosas y le pidió el divorcio para entonces dedicarse a ser un solterón codiciado que triunfaba en los negocios y vivía para la conquista.

Se entrenó muy bien en este arte y hasta logró conquistar a mi mujer. Y yo que ni cuenta me daba.

Según mi poca cultura literaria, «Sancho» es la palabra que se usa en el lenguaje popular para llamar al que se regocija con la mujer ajena en ausencia del marido, y el uso picaresco de dicha palabra hace referencia al que se acuesta con una mujer casada y, para diferenciarse del «amante», debe cumplir con la condición de follar con la mujer en la casa en la que vive con el esposo.  No se valen acostones en moteles ni en campo abierto, debe cubrir con el requisito de coger a la mujer en la misma cama que lo hace el marido.

Toño era el «sancho». Se enredaba con mi mujer en mi propia cama, en mi propia casa. Entraba cuando yo salía. La amistad entre nosotros le otorgó el derecho de hacer eso y más. Mi amigo del alma se decidió por el amor de mi mujer y sucumbió a la tentación de comer de lo prohibido. Con amigos así no necesito enemigos. Pero también tuve que aceptar que el hombre llega hasta donde la mujer permite, y mi mujer permitió todo, se le metió a la cama y al corazón y yo no pude hacer nada. Los rumores se hicieron realidad y la duda confirmación.

-Lo siento, Fidel, no sé cómo pasó, pero lo amo -me dijo Ana Elena con ojos llorosos y voz firme.

Ante esa declaración de amor no pude más que admitir que había perdido a mi esposa. No le partí la cara a nadie, no maté a mi mujer. No hice escándalo alguno. Resolví con distancia lo que no quise resolver con golpes o balazos. Amo demasiado a Ana Elena y amo demasiado a mis dos hijos. No podía lastimar a la mujer a la que amaba y no podía hacerles más daño a mis hijos que el que nuestro divorcio les ocasionaría. No sé si fui cobarde o sensato, lo único que sé es que dolió y mucho.

Me fui de la ciudad, compré un departamento en el piso diecinueve de un moderno edificio en una recién fraccionada zona de la capital. Desde entonces y desde mi terraza observo la luna. Pienso que cada noche Ana Elena la observa, porque durante los tres años de nuestro noviazgo y los doce de matrimonio observar la luna era su ritual nocturno.

Cuando la luna no estaba, cuando se escondía de su mirada, ella me decía:

-Hoy no quiere la luna que la vea, tal vez está escondiéndome algo, Fidel.

Su afición a ver la luna me hizo regalarle un potente telescopio cuando cumplimos tres años de casados.

-Hoy se puso celosa, Fidel, ya se dio cuenta de que observo a las estrellas -me decía mientras escudriñaba el firmamento con el aparato.

Perdí a mi mujer, pero no a la luna.

Mi mes favorito es octubre, es cuando confabulan la posición de México en el hemisferio norte y la trayectoria que describe el satélite en torno a la tierra, y entonces el espectáculo nocturno se hace sublime. Luna de octubre, nostalgia de vida. Ausencia de luna. Ausencia de recuerdo.

Cada dos semanas veo a mis hijos, quienes crecen de manera inevitable y se están convirtiendo en adultos. Ana Elena vive con ellos y con Toño en una casa que compraron en Cuernavaca, en donde, por cierto, viven felices. Evito verlos lo más que puedo cuando voy a buscar a mis hijos. Me quedo en el auto y con señas de mano saludo y me despido. Creo que me he acostumbrado a ese doloroso recuerdo que me enterraron en la conciencia. Ya forma parte de mí.

Me he quedado con la luna, sus tamaños, formas y sombras. Es mi musa de consuelo y la luz de mi oscuridad. Porque pensar que Ana Elena la observa me ata a su recuerdo. Rompí fotografías, tiré ropa, regalos, y todo lo que me recordara a mi mujer. Pero no pude deshacerme de la luna, y en mi soledad le pongo limón a mi herida y la observo, sabiendo que ella la observa y que nos ilumina su luz.

Perdí a mi mujer, a mi familia, a un «amigo». Pero me queda la luna para recordarme que, aunque a veces pierde su luz en gran parte de su superficie, vuelve a reaparecer majestuosa, plena, entera y llena de luz. Quiero parecerme a la luna. En mis superficies oscuras es donde escondo mi dolor. Quiero que entre en mi corazón la luz del perdón. Pero aun no puedo, y observo a la luna noche a noche, en espera de que me enseñe, tarde o temprano, a estar otra vez completo y entero, como luna llena.