Chano, el brujo, tomó la mano derecha de su amada entre las suyas. Esa mano que le conoce todos y cada uno de los rincones del cuerpo pero que siempre se le escapaba a la lectura. Blanca, frágil, con dedos largos y espigados. Uñas recién limadas y sin padrastro alguno. Primero observó la línea de la vida. Era tan corta y débil que explicó los dolores frecuentes en el bajo vientre que hacían correr a Marianela a la sala de urgencias del hospital más cercano para mitigarlos. Nunca se dejó sanar por Chano. “Tú no eres un brujo, Chano; tú eres un ángel”, le decía su mujer cuando él salía de casa rumbo a su chamba. Después observó la línea del destino y la escasa profundidad sobre su piel. Comprendió entonces por qué Marianela siempre vivió como veleta, dejándose llevar por los días, entregándose al destino. Ella se carcajeaba cada vez que Chano le proponía planear mejor el futuro. “Vive el hoy”, le susurraba al oído mientras le besaba la sien. La línea entre el pulgar y el dedo índice era profunda, emergía de su mano casi transparente reafirmando la marcada inteligencia de su amada, sobre todo cuando se trataba de hacer realidad sus caprichos. La línea del Monte de Venus le habló de la sensibilidad y capacidad creativa de su mujer. El hundido Monte de Marte le reveló su explosividad y su lado cobarde. ¡La conocía tan bien! Las lágrimas de Chano se confundían con las líneas de la mano de Marianela, escurrían por sus Montes de Mercurio y de la Luna y entre sollozos miraba la línea del corazón, astillada y con interrupciones que le recordaron los amores complicados que vivió antes de toparse con él. Cuando observó la línea del amor, sonrió porque solo pudo leer una relación amorosa manifiesta y breve. La suya, la de ellos.  Colocó la mano de Marianela sobre el rígido pecho y cerró el ataúd.