«Si conociéramos el último porqué de las cosas, tendríamos compasión hasta de las estrellas».

– Graham Greene

 

Son las siete de la mañana y suena el teléfono. Levanto el auricular y oigo la voz de mi madre.

—Juanito, buenos días, hijo. ¿Estás despierto?

—Buenos días, mamá. Justo con tu llamada me he despertado —digo con voz amodorrada.

—¿Estás resfriado, hijo? Te escucho mal —afirma con ese tono de lamento que tanto detesto.

—No, mamá. Solo acabo de despertar. ¿Qué pasa?

—Es que tu tía Cristina me llamó ayer por la tarde y me preguntó si yo podía recibir en mi casa a la Virgen de la Salud. La traen de gira por la ciudad y le rezan rosarios para pedir por el bienestar de todas las familias. Le he respondido que sí…

—Mamá, son las siete de la mañana —la interrumpo pasmado—. ¿No podrías haberme llamado más tarde para contarme esas cosas?

—Hijo, es que esto es importante. La oportunidad de recibir a la virgen no se la ofrecen a cualquiera. Así que me he dicho: «A primera hora se lo cuento a mi Juanito».

—Muy bien, mamá. Muy bien. Ahora déjame dormir un poco más. Es sábado y quisiera aprovechar que no tengo que madrugar para descansar un poco más. Tuve una semana muy pesada.

—Es que ya te he dicho que no deberías trabajar tanto, Juanito. Te pueden regresar esas fiebres que te daban de niño y que tantas penas me dieron. Y además, para lo que te pagan, no tienes por qué esforzarte tanto. Un día te darán una patada en el trasero y quedarás enfermo, y nadie te lo agradecerá.

Y continúa sin descanso su perorata mientras yo meto el auricular debajo de la almohada, derrotado una vez más ante la imprudencia de mi madre.

Me sigue llamando Juanito a pesar de mis treinta y tres años cumplidos. Lo peor es que lo hace delante de conocidos y extraños. Los momentos más incómodos de mi existencia los ha fabricado mi madre envueltos de amor incondicional y de imprudencia cariñosa. He perdido la cuenta de las ocasiones en las que ha logrado ruborizar mi semblante agobiado por las historias de mi infancia o de mi adolescencia que relata a los demás; o, lo que es peor, cuando les cuenta a otros acerca de mi vida amorosa.

—Pues sí, comadre. Este es mi Juanito. Hoy ha venido a visitarme por fin. Gracias al cielo, ya terminó la relación con la tal Malena. Si viera que mal trataba a mi niño. Nunca fue de mi entero agrado; además, se vestía como una cualquiera —le platica a Eulalia, mi madrina de bautizo.

Y yo ahí, parado junto a ellas, como un estúpido, respirando profundamente para no perder el control y ser más imprudente que mi mamá.

Mi madre se llama Eugenia. Es una señora menudita de media estatura con la cabeza llena de cabellos blancos y de ideas disparatadas. Imprudente como nadie y experta en meterse en la vida de los demás de manera tan sutil y bondadosa que nadie se da cuenta, hasta que se genera un conflicto, situación a la que ella responde con una majestuosa retirada diciéndose a sí misma y a los demás «que no valoran su ayuda ni sus buenas intenciones». Añora el tiempo en el que la familia vivía junta y revuelta en viviendas cercanas. La tía Xóchitl (su hermana mayor), en el número 28 de la calle Morín; Cristina (su hermana menor), en el número 24, y ella, en el 30. Habitaban las casas que habían heredado del abuelo Román después de que este falleciera a causa de una caída de dos metros de altura, cuando andaba trepado en un poste instalando cables para la compañía telefónica en la que trabajó durante toda su vida. Romelia, mi abuela materna, se quedó en la casa grande, en el número 26 de la misma calle, con su único hijo varón, que llevaba el nombre de mi abuelo. Ahí, en esa casa, nos reuníamos cada domingo para degustar el rico mole que preparaba con devoción y meticulosidad. El sabor de ese mole es uno de los mejores recuerdos de mi infancia.

Sentí que crecí en una especie de congregación matriarcal donde los roles estaban muy bien asignados. La tía Xóchitl era la santurrona, la que tan pronto se asomaba el sol, salía corriendo, con su mantilla de encaje sobre la cabeza, hacia la iglesia para la misa de seis. Se casó con un electricista, el tío Jacobo, un hombre silencioso y sumiso que se integró muy bien en el entorno matriarcal. Se dedicó a trabajar y tuvieron dos hijos que, con el paso de los años, siguieron sus pasos y terminaron también ejerciendo el oficio de electricista.

La tía Cristina era la que sabía coser, bordar, tejer. Pasaba horas en el portal de su casa, entre hilos, telas y bastidores, fabricando ridículas prendas con figuras de barquitos o trenes hechos en punto de cruz; prendas que después nos obligaban a usar durante las reuniones de los fines de semana. Les confeccionaba vestidos a sus hermanas y sobrinas, y también sotanas al padre Chepe, que visitaba a la abuela Romelia el primer lunes de cada mes. Esta tía se casó con un psicólogo de nombre Lucho, más loco que todos los integrantes de mi familia, quien después escribiría un libro, titulado Familias amalgamadas. Sospecho que su inspiración fuimos todos nosotros.

El tío Román era el que tenía el papel de príncipe y se sentaba a sus anchas en la banqueta, bajo los rayos del sol, esperando que alguna de las mujeres del clan le llevara su acostumbrada cerveza o tostadillas con requesón y chile serrano. El abuelo le enseñó el oficio y logró quedarse con su plaza después del mortal accidente. Mi madre, la acomedida Eugenia, desarrolló soltura de habla, facilidad para relacionarse y argucia para meterse en la vida de los demás. Su papel era visitar todos los días las casas de cada uno de los integrantes de la familia para llevar chismes de una a otra, además de asumir el rol de «aquella que siempre ayuda a todo el mundo». Se ganó fama de entrometida, metiche e imprudente, pero creo que nació embarrada de mantequilla porque todo comentario, crítica o invitación a la cordura le resbala. Se casó con Juan Contreras, un modesto médico cirujano partero que, además de heredarme su nombre, me transmitió su prudencia y su gusto por el boliche. Tengo una hermana menor, de nombre Karenina, que siguió los pasos de mi padre. Estudió Medicina y hoy ejerce como ginecóloga; se casó con un médico forense y se fue a la capital.

Y así fueron los tiempos pasados; la tía santurrona, la tía costurera, el tío que se sentía rey y la metiche. Todos viviendo hacinados en casas construidas sobre un amplio terreno heredado por los ancestros del abuelo Román. Todos juntos y revueltos en un lugar donde las puertas se usaban para que no entrara el viento o los moscos, pero no para poner límites ni respetar la privacidad de cada una de las familias. Entrábamos sin tocar a las puertas y la abuela Romelia tenía llaves de cada una de ellas «por si se llegara a ofrecer algo».

Mi madre añora esa época que ya pasó, en la que estaba al tanto de los aconteceres de la vida de todos los integrantes del clan. Pero el tiempo no se detiene y su eterno compañero, que es el cambio, configura distintos escenarios y hace diferentes a las personas. La abuela Romelia murió de un padecimiento intestinal que la tuvo convaleciente los dos últimos años de su vida. El esposo de la tía Xóchitl encontró un trabajo mejor en una ciudad remota, así que cargó con su mujer y con su dinastía de electricistas y puso su casa en renta. Esa fue la primera vivienda del clan que habitaron extraños de apellido diferente.

La tía Cristina se divorció del psicólogo y sus hijos se fueron con el padre, que tenía mayor poder económico. Se quedó sola y amargada, cosiendo sotanas para los sacerdotes de la parroquia y viviendo de la pensión que le pasaba el exmarido. El tío Román se inclinó por la bebida y el juego; lo mataron de un balazo junto a un motel de paso. Unos dicen que fue por deudas de juego; otros cuentan que se debió a un asunto pasional. Su viuda asegura que lo confundieron con otro. Lo enterramos una tarde lluviosa de julio en la cripta familiar junto a los restos de los abuelos. Y entonces se rentó la gran casa del número 26. Muertos Román y Romelia, el clan se desperdigó. Sobre todo, cuando falleció la abuela, que era quien mantenía unidas nuestras existencias por el vulnerable lazo del parentesco. Con su partida, ese lazo se rompió y comenzamos a desenredarnos unos de otros. Mis padres siguen habitando la casa del número 30. Papá se ha jubilado y pasa las horas leyendo revistas científicas. Sigue asistiendo al boliche con sus amigos de siempre, aunque las pantorrillas ahora le tiemblen y le sabotean el tino.

Difuntos, niños que ya se hicieron adultos; unos que se fueron y otros que se quedaron, y algunos que, como yo, buscan un espacio propio para intentar desintoxicarse de tanto barullo, aunque sin alejarse del todo.

Estudié Ingeniería Civil y ahora trabajo para una compañía que instala gas natural en varias ciudades. Abandoné la casa paterna (o materna, no sé cómo sería más correcto definirla) recién cumplí los veinticinco. Me sentí mal al hacerlo porque mi madre esperaba verme salir de su casa vestido con un elegante esmoquin y entregarme en el altar de la parroquia a los brazos de una buena mujer. «Los hijos se van cuando se casan. Antes no, porque tienen que estar pendientes de sus padres», nos decía a Karenina y a mí con un tono de víctima que nos apretujaba el corazón y nos llenaba de culpa y de miedo a la vez. Entonces buscamos pretextos para poder zafarnos de sus garras. Mi hermana encontró una excusa digna en sus estudios: primero el internado y después su matrimonio. Yo me escabullí en la distancia. Le dije a mi madre que la empresa quedaba demasiado lejos de casa y que estaba cansado de conducir durante cuarenta y cinco minutos o una hora cada día para llegar a mi trabajo. La ciudad había crecido. Eran momentos de progreso y de expansión. Y ella aceptó, haciendo pucheros y colgándome en el cuello un crucifijo protector que me mantuviera alejado de los actos pecaminosos.

La llegada de los celulares hizo posible mi localización permanente. Mi madre recibió encantada la nueva tecnología, que le permite meterse en la vida de los demás sin salir de casa. Llama a sus hermanas, a sus sobrinos, a sus comadres lejanas… y hasta a los sacerdotes. Pasa información de una persona a otra sin pensar si el contenido es de interés para cada uno de sus interlocutores; lo mismo me cuenta a mí que la vecina del 12 salió embarazada de un carpintero (lo cual me importa un reverendo comino) que le cuchichea al carnicero que yo conocí a una chica con pinta de piruja en el baile de la empresa. A veces, de tantas historias que cuenta, inventa y recolecta, confunde personas y lugares, fechas y sucesos, y se mete en embrollos dignos de una novela.

Me sigue llamando Juanito y telefonea a deshoras para contarme chismes que me importan un bledo. Interrumpe mis juntas de trabajo, le deja recados a mi secretaría acompañados de anécdotas de cuando era pequeño y hace que los de la oficina se enteren de que me mordía las uñas de los pies cuando tenía cinco años. Les pregunta a mis novias si son vírgenes delante de todo el mundo y les pide a mis amigos que me cuiden y protejan en mis noches de juerga. Y yo me quedo pasmado; atolondrado por sus impertinencias. Así es mi madre: sin cautela ni sentido común en los momentos más inoportunos e inesperados. Pero es mi madre y la amo. Su imprudencia ha comenzado a hacerme inmune al ridículo y he capitalizado la experiencia aprendiendo a reírme de mí mismo. Y aunque no puedo negar que me sigue molestando, me hacen gracia sus procederes. Solo a ella se le ocurre llamarme Juanito a pesar de mis vellos en el cuerpo y de mi metro ochenta de estatura.

Soy consciente de que en todas las relaciones humanas existe la posibilidad de sentirse herido, y entonces uno decide continuar o romper el lazo que te une, poner distancia o límites. Pero cuando se trata de la relación con mi madre, buscar la distancia sana sin ofenderla es todo un arte; poner límites sin lastimarla, mantener ese lazo sin que me lo enrede al cuello. Pero creo que lo estoy logrando. Ella ha vivido como la criaron y cuenta con menos recursos intelectuales que yo para comprender las interacciones humanas. Su estudio fue básico y sus formas de hacerse un hueco en este mundo han consistido en ayudar a los demás —aunque no se lo pidan— y estar pendiente de todos. La ignorancia es atrevida. Lleva al ser humano a realizar actos poco convenientes. Por eso, creo que mi madre es como es porque no sabe ser de otra manera; lo ignora. Así que siento compasión por ella y la escucho. No voy a conseguir que cambie. No tengo ese poder. Si elijo el camino de la queja y el lamento, jamás lograré perdonar sus imprudencias. Es mejor el camino de la comprensión, de la empatía, de la compasión. Y entonces me río. Dejo que hable de personas y asuntos que no me interesan; la acepto como es y guardo en el baúl de lo que no sirve el ridículo y la vergüenza que me provocan sus comentarios. Asumo que mi autoconcepto y mi integridad no dependen de cómo sea ella y de lo que diga, sino de la calidad de mis acciones. Además, en la balanza siempre hay algo bueno y algo malo, y sé que el fondo de las acciones de mi madre está impregnado de un amor incondicional y sincero, aunque no se aprecie bien porque está envuelto por esos defectos que todos tenemos como seres humanos. La prefiero imprudente y viva que muerta y prudente, y como las horas no dejan de caminar, y todos vamos andando con ellas hacia un destino llamado muerte, prefiero poner en armonía mi espíritu en vida.

Así como la detesto, la quiero, y la vuelvo a querer a pesar de detestarla. Perdono sus cotilleos y sus destiempos, y en el devenir de esta incongruencia amorosa, cuando estoy con mi madre a solas y sin testigos, me vuelvo a sentir como un niño. Me calza el Juanito al dedillo y me acurruco en su regazo. Aunque a veces me duela su amor, lo necesito. Citando precisamente a la imprudente de doña Eugenia, termino mi relato con la acostumbrada frase que nos decía a Karenina y a mí cuando caíamos enfermos: «Si te duele, es que te estás curando».