La mujer de ceniza y el hombre que no podía escribir

La mujer de ceniza y el hombre que no podía escribir

Capítulo 2

Si desde antes de nacer se pudiese elegir la familia, el color de piel, los talentos, la posición social, las cualidades y los defectos, Amanda habría elegido todo diferente. Habría escogido una madre entregada al cuidado de los hijos, un par de hermanos varones mayores que la protegieran de otros chicos y que la acompañaran a los bailes de la secundaria, un padre dedicado a la contaduría con horario laboral de ocho horas para tenerlo en casa por las tardes y disfrutar su compañía sentada a su lado frente al televisor. Tal vez hubiera preferido ser bajita y regordeta. Pero el hubiera no existe y la historia de Amanda es muy distinta de la que imaginan todos los que la observan caminar por la calle. Si la belleza fuera fuego, el cuerpo de Amanda estaría envuelto en llamas. Si el pasado se clasificara por colores, el de Amanda entraría en la escala de grises. Como mientras se respire se presume de estar vivo, ella respira y finge tener una vida. Con sus largas y estilizadas piernas recorre las calles de la ciudad robándose las miradas de deseo de los varones y las miradas de envidia de otras mujeres. Sus pasos altivos, de modelo en pasarela, no denotan el dolor de sus aspiraciones truncadas ni de sus miedos crónicos. No dejan ver ese caparazón tejido con astucia para repeler los posibles aguijones que encaja una vida de carencias, ausencias y penumbras.
 Da vuelta en la calle de Donceles y ubica la dirección que le anotó su amiga Hilda en una servilleta de papel. Sube la angosta escalera hacia el tercer piso y toca en la puerta que ostenta el número 301. Es un edificio antiguo remodelado de manera suntuosa y modernista en su interior. La madera, la piedra, el cristal y el acero conviviendo en sus finos acabados. La recibe una mujer, de esas que esconden la edad detrás de un rostro inyectado con bótox, enfundada en un traje sastre azul turquesa, quien la saluda con amabilidad ensayada y la invita a pasar al amplio piso que ocupan las oficinas de una editorial.

—Eres más hermosa que en fotografía —afirma la dama señalando un sillón de piel oscura.

Amanda sonríe y deja caer su uno ochenta de estatura en el mueble; cruza sus largas piernas y con el bolso en el regazo espera instrucciones.

—Me llamo Martha. Nuestra directora editorial, la doctora Mercedes Ortiz, te atenderá en unos minutos —le dice y regresa a su escritorio.

¿Por qué aceptó ir a esa cita? Por desesperación. Por desamor. Por impulso. Porque se siente perdida y sin brújula. Porque no tiene otra puerta que tocar. Los últimos tres mil pesos que le quedaban los ha utilizado para cubrir la renta de un cuarto compartido en la colonia Narvarte, después de que Julio la corriera de su departamento. Hilda es la única amiga que conserva desde la adolescencia, y de las pocas personas de su pasado con las que mantiene contacto. No tuvo otra opción que acudir a ella buscando un consejo, una sugerencia, y ahí está. Sentada en esa oficina del centro, esperando a que alguien le explique de qué se trata la oportunidad laboral para la que, según Hilda, no existía mejor candidata que ella.

—La doctora te recibirá ahora mismo —la voz de Martha la sacó de sus airados pensamientos.

Amanda se puso de pie y siguió a la secretaria. Entró en una oficina amplia y con grandes ventanales. La apariencia de la persona detrás del escritorio le sorprende. Es una mujer mayor, sesenta, tal vez sesenta y cinco. El cabello corto, color rubio cenizo. Sobriamente vestida con blusa amarilla y saco blanco; porta un enorme anillo de plata sobre el anular de su mano izquierda. Tiene los codos sobre el escritorio y la observa con una sonrisa cálida. La saluda de mano y la invita a sentarse. Amanda se da cuenta de que tiene en su lugar varias fotografías.

—Sí, son tus fotos —le dice la doctora—; precisamente estaba viéndolas por enésima vez. Hilda ha sido muy amable en hacérmelas llegar hace un par de días.

—Espero que le hayan sido de utilidad. ¿De qué se trata el trabajo?

—¡Vaya! Pues al grano, como decimos, veo que estás impaciente por saber por qué nos hemos interesado en ti.

—Disculpe, no quise ser imprudente —responde Amanda para disculparse de su intempestiva intervención.

—Primero quiero conocerte más, ¿te parece? —continuó la doctora—. Puedes llamarme Mercedes. Si nos llegamos a entender, conmigo no necesitarás formalismos, soy doctora en derecho pero llevo muchos años dedicada a la industria editorial. Manejamos las carreras de varios escritores muy famosos, con obras traducidas a varios idiomas y galardonadas con valiosos premios.

—Pero yo no sé escribir ni tengo experiencia en nada parecido, me he dedicado a… otras actividades muy diferentes —respondió Amanda con la confusión pintada en el rostro.

—Lo sé, Hilda me comentó que te has enfocado en pasarelas y venta de ropa, pero eso no importa. Cuando escuches mi propuesta, verás que no necesitas conocimientos editoriales para colaborar con nosotros.

—Lo siento, continúe —respondió al tiempo que se preguntaba qué demonios le habría contado Hilda sobre sus actividades anteriores.

—Pues bien, tenemos un problema con uno de nuestros escritores más importantes. Sus números de ventas son altísimos. No sé si has escuchado hablar de El rumor del viento o de Calle sin esquinas, son dos novelas suyas que han reportado ventas millonarias.

—He leído La calle sin esquinas, .. ¿Agustín Montemayor?

—Augusto Montemayor, sí. Él es de quien quiero hablarte. Augusto debe entregar su próxima novela en tres meses pero ha perdido el ritmo. Tenemos ya contratos de ventas firmados por anticipado y a nuestro escritor estrella se le ha ido la inspiración. Lleva más de un año frente a la página en blanco y ha caído en un vacío creativo.

Amanda se sintió sorprendida e incómoda. No alcanzaba a digerir lo que estaba sucediendo. Pensó en lo ilusa que había sido al acudir a esa entrevista en la que se percibía fuera de lugar. Hurgó entre sus limitados conocimientos literarios intentando encontrar un comentario útil para salir bien librada del encuentro. Durante la adolescencia adquirió el hábito de la lectura gracias a la influencia de la madre de Hilda, quien la puso en contacto con obras como El diario de Ana Frank, El principito, El llano en llamas y Platero y yo. Alguna vez vio en la televisión un documental sobre la vida de Gabriel García Márquez y otro más sobre la exitosa trayectoria de Stephen King. Los dos, autores cuyos estilos eran de su agrado, pues había leído algunos de sus libros. Recordó la trama de una película en la cual un famoso escritor encuentra por azar el texto de un autor desconocido y lo publica como si hubiese sido propio. Se acordó de otro filme en el que un viejo y reconocido autor de novelas de acción se queda sin inspiración y le contratan un par de jóvenes literatos para que escriban en su lugar. Esforzándose por no parecer tan ingenua ante los ojos de la doctora preguntó:

—¿Y un “escritor fantasma”? He sabido que muchos autores los usan.

—¡Vaya que eres lista, niña! —exclamó la doctora, al tiempo que lanzaba una carcajada—. Ya le hemos planteado eso, pero Augusto preferiría abandonar la literatura antes que permitir algo semejante. Va en contra de sus principios.

Amanda escuchaba con atención; sin embargo, seguía sin entender las intenciones de su interlocutora. Sintió deseos de darle las gracias y salir de ahí de inmediato. La incomodidad del momento crecía a la par que su curiosidad. Lo primero la empujaba hacia la puerta y lo segundo la mantenía inmóvil. Sus expresivos ojos lanzaron una mirada de duda a Mercedes, quien continuó la explicación.

—Le hemos mostrado fotografías de varias chicas. Tú sabes, modelos, actrices, deportistas… de todo con tal de encontrar a alguien ideal para lo que necesita Augusto. No ha sido tarea fácil. Debes entender que lo anterior hay que llevarlo a cabo con suma discreción. Se trata de un proceso cauteloso y desesperado a la vez. Hemos presentado múltiples propuestas al artista, una labor ardua y complicada. Sin embargo, cuando miró tus fotos dijo: “La quiero a ella. Ella es la que puede desempeñar mejor el trabajo”. Por eso te hemos llamado.

A medida que Mercedes hablaba, Amanda se iba sumergiendo en el fondo de su asiento. La pregunta “¿Por qué estoy aquí?” taladraba su pensamiento. La respuesta, “porque no tengo qué comer ni otra parte a dónde ir”, regresaba su atención hacia la doctora Ortiz.

—No sé qué puedo desempeñar tan bien como cree el señor Montemayor, pero no es mi medio, no creo estar capacitada para trabajar al lado de un escritor; le agradezco su interés pero pienso que no soy la persona adecuada —dijo por fin.

—¡No digas que no tan pronto, muchacha! —replicó insistente Mercedes—, reconsidera tu respuesta. Quisiera poder decirte que te tomes tu tiempo, pero, por desgracia, el tiempo es el enemigo número uno de nuestro escritor. Te acabo de mencionar que le quedan tres escasos meses para presentar su nueva obra, y además aún no he terminado: ¿no te interesa conocer el lado económico del asunto?

—Necesito trabajo y también dinero, pero soy honesta cuando digo que no me siento a la altura de semejante tarea —señaló con firmeza Amanda, al tiempo que intentaba ponerse de pie.

—¡Siéntate! —ordenó la doctora, obligando a la chica a regresar a su lugar—. Dame unos minutos más. Lo que te propongo no implica un trabajo indecoroso o indecente. No harás nada que no quieras. Lo único que desea el escritor es convivir contigo durante tres meses. Una forma poco usual de encontrar la inspiración perdida en su vida a través de la vida de otro ser humano. Convivencia. Nada que afecte tu integridad.

Amanda respiró hondo, bajó la cabeza y observó las uñas de sus manos pintadas de nácar. Contempló sus zapatos desgastados y recorrió con su mirada el pulido piso de madera del despacho. Recuperó un gramo de audacia y expresó:

—Está bien. Permítame pensarlo por unas horas. Esta misma tarde le daré una respuesta. Pero no me diga ahora cuál es la remuneración económica. Eso quiero saberlo después de haber tomado una decisión.

—¡Trato hecho! ¡No se hable más! Anda y consulta con tus adentros; espero tu llamada.

Amanda salió de la oficina y se dirigió hacia la Torre Latino, en el Eje Central y Madero. Entró en el edificio que durante muchos años fue el más alto de la capital mexicana. Subió al mirador y desde ahí contempló la interminable urbe. Interminable como la calamidad de su existencia. No había soledad más lacerante que la que le carcomía las entrañas. Ese sentimiento de desolación constante que la acompañaba y que la hacía sentirse sola cohabitando entre millones de seres. Deambuló por las calles del Centro. Entró en el histórico Café Tacuba para comer molletes, acompañados de un vaso de agua de sandía. Sólo eso le permitían comprar los escasos pesos de su bolsa. Hubiera preferido milanesa o enchiladas, pero constituían manjares inalcanzables para su economía actual. Mientras comía, en su pensamiento se desataba una tormenta por la cual no pudo saborear los alimentos. No había querido saber cuánto ganaría por aceptar tan misterioso empleo, pues temía que su necesidad económica la orillara a aceptar una ocupación que desempeñaría sin éxito. Se sentía sin aptitudes para enredarse en tareas inherentes al mundo editorial, escenario por demás desconocido para ella. Pero su pasión por la lectura le calentaba el pecho y le insertaba un buen presagio en el corazón.

La sorprendió el crepúsculo volviendo otra vez a la agencia editorial. El rostro de la secretaria se iluminó al verla. La condujo de inmediato hacia el despacho de su jefa.

—Me da mucho gusto que hayas regresado, Amanda —le expresó satisfecha Mercedes.

—Decidí venir en lugar de llamar, he tomado una decisión.

—Te lo agradezco, estas cosas son mejores frente a frente. Dime, ¿qué has pensado?

—Acepto.

—¡Así se habla! —exclamó jubilosa la doctora—. Ahora abordaremos los detalles pendientes. Hablemos de dinero. La paga es muy buena: un millón de pesos si propicias que el escritor termine a tiempo la obra.

Dicho eso, Mercedes dejó caer su espalda sobre el respaldo del sillón y entrelazó las manos sobre su regazo, observando la reacción de Amanda.

La chica no daba crédito a lo que acababa de escuchar. Nunca hubiera esperado una oferta tan generosa. No escondió su asombro ante los ojos de Mercedes, pero recuperó la compostura suspirando profundo. Como los enfermos terminales que ven pasar su vida en un segundo antes de morir, en un instante vio transcurrir la suya. Revivió las miserias de su infancia, el hambre en su estómago y los golpes en su cuerpo. Hija de una madre alcohólica, quien la concibió en una noche de inconsciencia en Playa del Carmen, durante un romance efímero de dos días con un turista danés y del que nunca jamás tuvo noticias, Amanda creció sin conocer siquiera el nombre del forastero que la engendró. La blanca piel de la hija le recordaba a la madre lo oscuro de su pecado y se dedicó a rechazar a la criatura desde su nacimiento. En las memorias de infancia de Amanda habitaban la soledad y el abandono. Una adolescencia cruel donde no tuvo cabida la ternura ni el consejo. Una madre alcoholizada que terminó loca y que murió una madrugada de invierno dejándola con sus catorce años recién cumplidos, cobijada tan sólo por la incertidumbre. La madre de su amiga Hilda se había compadecido de ella y le ofreció asilo durante algunos meses, suficientes para que Amanda se percatara de lo que la vida le había negado: un hogar, unos padres amorosos, unos hermanos, una familia. Salió de ese hogar prestado por la amistad, llena de gratitud, a enfrentarse sola a su destino. Su belleza fue su peor compañera, no pasó mucho tiempo para que se diera cuenta de lo fácil que era subsistir viviendo de su agraciado cuerpo. Estudió la secundaria al mismo tiempo que aceptó trabajar como edecán para una marca de cerveza. Lo que llegó después de semejante decisión fue una cadena de infortunios. Una violación por parte de un empresario cuando aún no cumplía los dieciséis. El rechazo de los parientes de su madre por no querer saber nada de la bastarda. El deambular por ambientes sórdidos, viviendo de noche y durmiendo de día. Acumulando deseos de morir dentro de su joven cuerpo que, para maldición suya, emergía en su esplendor sano y vigoroso, delatando la fortaleza de sus genes. Soportaba el frío y el calor, el hambre y el cansancio. A veces no entendía por qué seguían creciendo esos senos, alargándose esas piernas y ensanchándose esos muslos si apenas probaba bocado. Tal vez tenía una comida decente a la semana, cuando la invitaba algún empresario a comer o cuando sobraban pastelillos o canapés en los eventos y podía llevar algunos a su guarida. Recordó de cuántas casas la corrieron por no pagar la renta a tiempo. Cuántas mañanas despertó en moteles de paso acompañada de un cualquiera sin nombre que la hacía sentir también como una cualquiera cuando le dejaba un par de billetes sobre el buró. Nunca trabajó en la calle ni se paró en las esquinas, pero sí intercambió su cuerpo por algo de comida, a la sorda, en lo clandestino, disfrazando de ligue o de conquista ese intercambio de sexo por compañía, en ese intento constante de toparse con aquello que los demás llaman amor. Le hubiera gustado ir a la universidad y estudiar medicina. Aspiraciones truncadas por la miseria, el abandono y la falta de rumbo.

Después vio descender de sus recuerdos la imagen de Julio. Ese hombre que le prometió darle una vida y que casi se la arrebata en el intento por cumplirle. Ese hombre casado que la convirtió en su amante, que le puso un departamento en el norte, porque la esposa vivía en el sur. Ese señor respetable que con dos tequilas se convertía en un animal rabioso, celoso y violento; ese que casi la mata a golpes una noche en que no soportó verla platicar con uno de los hermanos de su amiga Hilda, al que se encontró por casualidad. Sí, esa noche casi la mata después de golpearla en el rostro, en las piernas, en el vientre; la arrojó semidesnuda a la calle y la corrió del departamento. Amanda muchas veces se preguntó para qué había nacido, muchas veces prefirió haber sido abortada o nacer sin vida.

A ella, que la miseria y la carencia la cobijaron desde el interior del vientre materno, le estaban ofreciendo un millón de pesos por realizar una actividad inesperada y misteriosa. Se rió de las ironías del destino, y en un pequeño arrebato de dignidad recuperó un poco de confianza. Como no pudo elegir a sus padres, ni su apariencia, ni una carrera, ni sus amores, pensando menos en el millón de pesos y más en la posibilidad de elegir por primera vez algo en su vida, optó por trabajar para Augusto Montemayor y, después de cerrar el trato con un apretón de manos con Mercedes, salió de la oficina pellizcándose los brazos para confirmar que estaba despierta. Que no se trataba de un sueño.

El sapo que ama la luna

El sapo que ama la luna

-Sí, Federico, es verdad, Ana Elena y yo somos amantes -afirmó Toño.

Me quedé en silencio mirando hacia abajo, esperando impaciente que el suelo se agrietara y yo me hundiera en el abismo. Pero nada de eso pasó. Ahí seguí frente a Toño, mi mejor amigo, escuchando la más cruel de las verdades.

-Puedes golpearme, me lo merezco, pero no puedo dejarla, Fidel, la amo -siguió diciendo Toño mientras abría los brazos y me ofrecía su pecho para que yo lo golpeara y me deshiciera de la rabia y la impotencia que me estaban invadiendo.

Seguí sin hacer nada y cuando vi que el suelo no se abría en dos para tragarme, decidí dar media vuelta sin siquiera mirarlo a la cara. Tres, cuatro pasos y me paré en seco; regresé a buscarle la mirada.

– Ámala como ella se lo merece, cabrón. A mí que me lleve la chingada -le dije a Toño, mirándolo fijamente a los ojos para de una vez por todas largarme de ahí con rabia y tristeza circulando por mi sangre.

Cuando en el pasado llegué a escuchar a otros hombres hablar del famoso «Sancho» me reía sin temor alguno. Escuchaba esas historias como ajenas a mi realidad posible y, obviamente, confiaba por completo en Ana Elena, mi esposa desde hacía más de doce años. Ella personificaba la decencia, la moral y la confianza plena que necesita un hombre depositar en la mujer a la que le entrega el sudor de su frente convertido en sustento, y el esfuerzo de su trabajo convertido en hogar. Y de Toño, mi mejor amigo desde la adolescencia, lo único que había recibido era apoyo, fraternidad, camaradería y complicidad de borrachos. Toño y yo compartimos muchas cosas durante nuestros veinticinco años de amistad… incluso la mujer.

Toño se casó a los veinticuatro años y a los dos años de matrimonio se divorció, convencido de que había cometido un gran error al casarse con Mónica para responder al embarazo imprevisto que surgió a los tres meses de noviazgo. Después de que nació su hijo Toñito, pensó mejor las cosas y le pidió el divorcio para entonces dedicarse a ser un solterón codiciado que triunfaba en los negocios y vivía para la conquista.

Se entrenó muy bien en este arte y hasta logró conquistar a mi mujer. Y yo que ni cuenta me daba.

Según mi poca cultura literaria, «Sancho» es la palabra que se usa en el lenguaje popular para llamar al que se regocija con la mujer ajena en ausencia del marido, y el uso picaresco de dicha palabra hace referencia al que se acuesta con una mujer casada y, para diferenciarse del «amante», debe cumplir con la condición de follar con la mujer en la casa en la que vive con el esposo.  No se valen acostones en moteles ni en campo abierto, debe cubrir con el requisito de coger a la mujer en la misma cama que lo hace el marido.

Toño era el «sancho». Se enredaba con mi mujer en mi propia cama, en mi propia casa. Entraba cuando yo salía. La amistad entre nosotros le otorgó el derecho de hacer eso y más. Mi amigo del alma se decidió por el amor de mi mujer y sucumbió a la tentación de comer de lo prohibido. Con amigos así no necesito enemigos. Pero también tuve que aceptar que el hombre llega hasta donde la mujer permite, y mi mujer permitió todo, se le metió a la cama y al corazón y yo no pude hacer nada. Los rumores se hicieron realidad y la duda confirmación.

-Lo siento, Fidel, no sé cómo pasó, pero lo amo -me dijo Ana Elena con ojos llorosos y voz firme.

Ante esa declaración de amor no pude más que admitir que había perdido a mi esposa. No le partí la cara a nadie, no maté a mi mujer. No hice escándalo alguno. Resolví con distancia lo que no quise resolver con golpes o balazos. Amo demasiado a Ana Elena y amo demasiado a mis dos hijos. No podía lastimar a la mujer a la que amaba y no podía hacerles más daño a mis hijos que el que nuestro divorcio les ocasionaría. No sé si fui cobarde o sensato, lo único que sé es que dolió y mucho.

Me fui de la ciudad, compré un departamento en el piso diecinueve de un moderno edificio en una recién fraccionada zona de la capital. Desde entonces y desde mi terraza observo la luna. Pienso que cada noche Ana Elena la observa, porque durante los tres años de nuestro noviazgo y los doce de matrimonio observar la luna era su ritual nocturno.

Cuando la luna no estaba, cuando se escondía de su mirada, ella me decía:

-Hoy no quiere la luna que la vea, tal vez está escondiéndome algo, Fidel.

Su afición a ver la luna me hizo regalarle un potente telescopio cuando cumplimos tres años de casados.

-Hoy se puso celosa, Fidel, ya se dio cuenta de que observo a las estrellas -me decía mientras escudriñaba el firmamento con el aparato.

Perdí a mi mujer, pero no a la luna.

Mi mes favorito es octubre, es cuando confabulan la posición de México en el hemisferio norte y la trayectoria que describe el satélite en torno a la tierra, y entonces el espectáculo nocturno se hace sublime. Luna de octubre, nostalgia de vida. Ausencia de luna. Ausencia de recuerdo.

Cada dos semanas veo a mis hijos, quienes crecen de manera inevitable y se están convirtiendo en adultos. Ana Elena vive con ellos y con Toño en una casa que compraron en Cuernavaca, en donde, por cierto, viven felices. Evito verlos lo más que puedo cuando voy a buscar a mis hijos. Me quedo en el auto y con señas de mano saludo y me despido. Creo que me he acostumbrado a ese doloroso recuerdo que me enterraron en la conciencia. Ya forma parte de mí.

Me he quedado con la luna, sus tamaños, formas y sombras. Es mi musa de consuelo y la luz de mi oscuridad. Porque pensar que Ana Elena la observa me ata a su recuerdo. Rompí fotografías, tiré ropa, regalos, y todo lo que me recordara a mi mujer. Pero no pude deshacerme de la luna, y en mi soledad le pongo limón a mi herida y la observo, sabiendo que ella la observa y que nos ilumina su luz.

Perdí a mi mujer, a mi familia, a un «amigo». Pero me queda la luna para recordarme que, aunque a veces pierde su luz en gran parte de su superficie, vuelve a reaparecer majestuosa, plena, entera y llena de luz. Quiero parecerme a la luna. En mis superficies oscuras es donde escondo mi dolor. Quiero que entre en mi corazón la luz del perdón. Pero aun no puedo, y observo a la luna noche a noche, en espera de que me enseñe, tarde o temprano, a estar otra vez completo y entero, como luna llena.

Injusta

Injusta

«No hay paz sin justicia, no hay justicia sin perdón.»

– Karol Józef Wojtyla, Juan Pablo II

Dicen que soy egocéntrica y que me gusta mucho hablar de mí. No lo voy a negar. Existe en mí una necesidad desmesurada por recordarme a mí misma y al mundo entero quién soy y lo que he sido capaz de lograr. Me ha costado mucho deshacerme de este molde de conducta. He buscado ayuda profesional y me ha encantado, sobre todo porque pago para que alguien escuche hablar de mí durante horas. Necesito reafirmarme cada día de mi vida y sentir que soy valiosa porque en el fondo no me lo creo. Después de deambular por diferentes doctrinas psicológicas y de filosofar largas horas con eruditos en el tema, he llegado a la conclusión de que el origen de mi mal se llama «mamá». Es algo paradójico porque a ratos la amo y a ratos la odio. Vivo para agradarla y siento que jamás lo consigo. Siempre hay alguien o algo mejor que yo, y sus comparaciones taladran mi cerebro haciéndome fabricar pensamientos en ocasiones asesinos y algunas veces suicidas.

Clara Solórzano de Urbina es mi madre. Una mujer de sesenta y cuatro años con sonrisa de niña y esbelta figura. Clara Urbina Solórzano mi nombre, y desde ahí empezó mi calvario. Al recibir el nombre materno cargo sobre mis hombros la responsabilidad de ser tan perfecta como ella. Debo llenar de orgullo y dignidad mi nombre y mis apellidos. Sobresalir de entre el todo y jamás tirarme a la nada. El mismo instante en que me heredó su nombre me heredó sus pensamientos. Se propuso tatuarlos en mi cerebro y lo consiguió. A mis cuarenta y tres años sigo pensando como ella piensa y cuando me descubro pensando diferente me descalifico de inmediato. Tengo que honrar a mi madre. «Honrarás a tu padre y a tu madre», dice el cuarto mandamiento de la ley de Dios. Y como la ley de Dios encuentra su más fiel interpretación en la palabra de mi progenitora, he crecido obedeciéndola en todo. Nunca he dudado de su buen gusto en el vestir y desde que recuerdo me visto como a ella le agrada, durante mi infancia mi madre elegía con cuidado cada prenda que yo portaba según la ocasión. Ahora, y a pesar de que ya pinto canas, sigue pendiente de mis atuendos. Durante la adolescencia osé desafiarla y llegué a comprarme un par de prendas sin su aprobación durante alguna salida con mis amigas, y por supuesto que fueron a parar directo al costal de «donativos» para la casa hogar. Así es mi madre, pero para no caer en mi costumbre de hablar de mí, les hablaré de ella, que para el caso es lo mismo.

Mi madre nació en mil novecientos cuarenta y siete, en un entorno tradicionalista y puritano. Hija de prósperos comerciantes de materiales para la construcción, siendo mi abuelo Gustavo Solórzano un renombrado arquitecto y mi abuela Yolanda una abnegada ama de casa, dedicada a mantener reluciente el hogar y limpios y bien peinados a sus dos hijos. Mi tío Gustavo, el mayor, hijo de la tradición, también estudió arquitectura y fue reconocido a lo largo de los años por realizar importantes y progresistas obras en Guadalajara, ciudad natal de todos los Solórzano. «Clarita», como llamaban a mi mamá, creció como la niña mimada de la familia, inevitable era mandarla a una escuela de monjas y hacerla diestra en la costura, el tejido y la cocina. Su destino sería «un buen matrimonio», el que llegó personificado en Javier Urbina, quien pidió su mano justo el día en que ella cumplía dieciocho mientras él contaba con veintisiete. «Un gran partido», repetía mi abuela cuando nos contaba la historia de su noviazgo. Desde esos relatos intrafamiliares se gestó la figura de mi padre como la de un semidios que llegó a la vida de mi madre para convertirla en una digna señora. Quien se siente un par de horas a charlar con mi mamá estará destinado a escuchar la narración de una vida llena de aciertos, llena de bondades, impecable, perfecta… Como ella.

Ser hija de quien no comete errores es desgastante. He crecido llena de temor a equivocarme y aunque dos de mis terapeutas insisten en hacerme creer que lo que mi madre llama «errores» han sido mis más grandes aciertos, me encuentro a mis cuarenta años todavía sin creérmelo y llamándole «errores» a mis supuestos aciertos. Como primogénita y única mujer he tenido que vivir tratando de complacer y superar a mi madre sin conseguirlo. Mi hermano menor, Miguel, se libró de semejante experiencia porque “él es hombre y puede hacer las cosas de modo diferente”, según me explicó mi mamá cuando tuve conciencia de la larga lista de diferencias de crianza que existían entre él y yo. Para mi madre la osadía y las agallas le pertenecen al género masculino y a la mujer le favorecen más la sumisión y el recato, «las buenas maneras», como les llama.

Sus estrategias de manipulación son espectaculares. A lo largo de los años ha convencido a mi padre de que él es quien toma las decisiones, cuando todos sabemos que cualquier rumbo que ha tomado la familia lo ha decidido ella en la intimidad de la alcoba. Mi padre, un hombre de carácter fuerte, osado y excelente en los negocios, al entrar al hogar se convierte en un dócil corderito que se escuda diciendo: «En la oficina mando yo, aquí en la casa su madre». Debo aceptar que esto le bajó puntos a los niveles de respeto absoluto que sentía por mi papá, sobre todo cuando permitía injusticias en casa por no suceder bajo su jurisdicción.

Injusta. Si tuviera que elegir una palabra para definir a mi madre sería «injusta». Y cuando lo pienso me ataca la culpabilidad porque es mi madre y siento que no tengo derecho alguno para juzgarla.

Pero el que no me sienta con derecho a pensarlo no ha impedido que lo sienta y lo que se siente es más fuerte que lo que se piensa. Sentía injusto que cualquiera de mis éxitos en la escuela, mi madre los minimizara diciendo: «No estás haciendo ninguna gracia, Clarita, es tu obligación ser buena estudiante, para eso se mata tu padre trabajando, para que aprovechen como debe ser». Ese maldito como debe ser que siempre he encontrado tan ambiguo y sin sentido es una de las frases con las que entretengo mi pensamiento desde que amanece. Despierto cada día pensando si voy a ser capaz de hacer las cosas como debe ser, y cuando pregunto “¿Cómo debe ser?” me quedo sin respuestas. Todavía no entiendo qué eso de cómo debe ser, y sin embargo la frase me persigue día y noche.

Me casé como debe ser, noviazgo aprobado por mi madre, dos años de relación, petición de mano, preparativos de boda y fiesta con bombos y platillos. Obvio, todo dirigido por mi madre, incluso la confección de mi vestido de novia, que estuvo fielmente vigilada por ella. Muy a mi pesar tuve que terminar la universidad y guardar mi título de abogada en una carpeta de piel negra que me regaló mi padre para dedicarme en cuerpo y alma, como debe ser, a mi matrimonio. Gerardo siempre fue del agrado de mi madre porque era la personificación del hombre exitoso, de buenas maneras y de «buena familia». Siempre fue un gran esposo y procreamos dos hermosos hijos, Liliana y Gerardo. Nos instaló en un hogar con todas las comodidades y se dedicó a trabajar para ofrecernos una vida plena. Pero se le ocurrió matarse en un accidente automovilístico justo antes de cumplir los diez años de casados y me dejó con un hijo en cada mano llorando por su ausencia. Y aquí comienzan mis grandes errores, esos que mis terapeutas dicen que son mis aciertos y que yo no llego a visualizarlos como tal. Por eso sigo en terapia.

Una vez muerto Gerardo, mi madre insistió en que debería regresar a vivir a la casa paterna. Me negué. Me gustaron tanto los años que viví con Gerardo en «otra casa», teniendo como única «obligación» la visita de los domingos a la casa de mis padres que no quise regresar a vivir bajo su yugo. Debo decir que mi madre no respetaba esa rutina y se aparecía de vez en cuando entre semana por mi casa para supervisar lo que yo hacía en mi hogar, resaltando siempre mis «áreas de oportunidad», dándome consejos de cómo mejorar en cuanto a la limpieza o el cuidado de mis hijos. Yo ya no quise regresar y eso la ofendió. A esta decisión le ha llamado «el peor de mis errores».

El segundo «gran error» que cometí fue buscar trabajo en un bufete de abogados. Un trabajo de medio tiempo que podía realizar mientras mis hijos estaban en la escuela. Eso la ofendió aún más. Me dijo que pagaría cara mi osadía y que mis hijos me echarían en cara el abandono en el que los dejaba. Resistí a sus críticas colgada de mis aspiraciones. En ese tiempo murió mi padre de un infarto fulminante y entonces cometí el siguiente error: no la traje a vivir conmigo a casa. Hablé con mi hermano Miguel y él estuvo de acuerdo en pagar a una persona para que la atendiera. Para ese entonces Miguel ya estaba casado y con tres hijos, entregado a sus negocios y viviendo en la capital del país. Por dinero no había problema. Mi padre había dejado en bonanza a mi mamá y Miguel estaría pendiente de que no le faltara nada. Mi carrera como «la hija mala» iba viento en popa.

Visito a mi madre cada sábado por la mañana. Mis hijos han crecido cerca de ella. La aman. Ella ha sabido ser una abuela cariñosa, aunque rígida en su pensar. A mí me ha ido muy bien como abogada. A los dos años de trabajar como ayudante en el bufete comencé a litigar, hice una especialidad en derecho penal y no me puedo quejar. He sido reconocida a nivel nacional como una de las mejores en mi ramo. Cuando me hacen entrevistas en la prensa o en la televisión, de inmediato llamo a mi madre para compartirle mis hazañas. Pero ella las minimiza, siempre hay un abogado mejor, la hija de una conocida suya ha conseguido mejores casos, critica mi manera de hablar ante los medios o me compara con otras madres que no trabajan y que se hacen cargo de sus hijos de una mejor manera que yo. No logro convencerla de que he sido valiente, de que soy valiosa. No logro que se sienta orgullosa de mí. Mi hermano Miguel dice que con él es igual, pero no es cierto. A Miguel no le encuentra errores, no lo compara. Es su niño prodigio. Por más que me esfuerzo en compartirle lo que he sido capaz de superar, lo que he sido capaz de aprender, lo que he sido capaz de hacer, mi madre todo lo minimiza e incluso en ocasiones lo descalifica. «Si no fueras tan obstinada no tuvieras que pasar por semejantes cosas», me dice refiriéndose a las arduas batallas que he librado y de las cuales he salido victoriosa. Para ella no han sido crecimiento ni logros, han sido castigos divinos por desobedecerla. Y lo más irónico es que así la amo. Cada vez que la veo muero en el intento por conseguir su aprobación, su aplauso. Nunca lo consigo, pero sigo intentándolo. Me consuela que a mis hijos sí les reconoce lo que hacen, los dos ya están en la universidad. Mis hijos han crecido, Liliana estudia Mercadotecnia y Gerardo Administración de Empresas. Ellos van y le cuentan a la abuela su diario vivir y ella los escucha con su sonrisa de niña dibujada en su rostro. Impecable, siempre como recién bañada, lista para recibir a no sé quién que nunca llega. Con su casa en orden oliendo a jazmines y sus uñas recién pintadas de color nácar. Perfecta. Intachable. Aliada con un dios castigador y recordándome de vez en cuando mis pecados.

¿Porqué no me acepta como soy? No lo sé. Se lo he preguntado en varias ocasiones y se queda callada. Me dice que no es cierto, que me ama y que es mi madre. Que una madre ama a todos sus hijos por igual. Pero no es cierto. No sé si nos ama igual a Miguel y a mí, pero sí sé que no de la misma manera. La forma de amarme a mí ha sido exigiéndome una perfección que no he logrado a pesar de mis empeños. El más reciente de mis «errores» se llama Víctor. Es divorciado y tiene cuarenta y cinco años. Socio de un conocido despacho de contadores de la ciudad. Aún no se lo he contado a mamá. Tengo miedo de volver a ser juzgada y a pesar de que mis hijos están felices con mi relación y de que me siento enamorada y bien correspondida no alcanzo la plenitud. Vivo en el casi. Siento que mi vida es casi perfecta.

Dicen mis terapeutas que tengo que valorarme más. Que tengo que reconocerme que no he repetido el patrón con mis hijos, a los que he dejado realizar a cada uno en su estilo, en su esencia. Que tengo que reconocer mis esfuerzos por salir adelante en un mundo de hombres como mujer profesionista. Que convertí el dolor de mi temprana viudez en fortaleza. Dicen que soy injusta conmigo misma al no valorarme. Eso dicen ellos, pero mi madre dice lo contrario. Ella dice que he cometido error tras error y que un día el ardiente caldero del purgatorio recibirá a mi espíritu. Sin embargo, es mi madre y la amo. A veces, cuando cae la noche y me encierro en mi habitación, pienso en ella y se me hace un nudo en el estómago. Dos minutos después siento compasión. Al tercer minuto la he perdonado y la vuelvo a amar con devoción. Seguiré asistiendo a terapia, continuaré hablando de mí para reafirmarme y para convencerme de que he sido buena persona.

Me descubro cada mañana frente al espejo, eligiendo mi vestimenta del día, preguntándome si mamá estaría de acuerdo con mis elecciones. Me pregunto a menudo si estaré haciendo las cosas «como debe ser». Me sacudo sus ideas y me empapo de las mías. Intento ser yo sin ella. A veces lo consigo, otras no. Me deprimo por no ser la hija que ella esperaba. Me culpo por calificarla como injusta o exigente. Me peleo y me reconcilio con ella en mi interior tres veces al día. Esta es mi lucha permanente y solo espero que el tiempo sea bondadoso y nos alcance lo suficiente para aceptarnos una a la otra antes de que alguna de las dos llegue a la sepultura. No pierdo la esperanza, y les cuento a todos quién soy y de lo que he sido capaz esperando encontrar en sus comentarios la aprobación que no consigo de mi madre.

Cuando la visito y la encuentro sentada en su sillón favorito, con su peinado impecable y su sonrisa de niña, la abrazo con ternura y le digo que la amo porque, haga lo que haga y sea como sea, siempre la voy a querer como debe ser, porque es mi madre.

Sin conocerme

Sin conocerme

«El verdadero amor nace de la comprensión.»

-Buda

Soy una chava simpática, pelirroja, pecosa y con una sonrisa que me abre puertas que para otros permanecen cerradas. Me gusta luchar por lo que anhelo y canto bonito. Me veo en el espejo y me caigo bien. No es un arranque de soberbia ni de presunción de mi parte el que se desborda en estas líneas. Simplemente me describo con cariño, sin comprender por qué si soy una buena persona mi padre no ha querido conocerme.

Mi madre lo conoció en la escuela. Él cursaba el cuarto semestre y ella el segundo. Ambos estudiaban arquitectura. Comenzaron a salir y se dieron cuenta que tenían gustos similares. Los dos escuchaban canciones de banda a escondidas y en público de U2. Los dos amaban el cine de comedia y visitar museos de cera. A los dos les atraían los lugares desérticos llenos de cactus y tenían miedo a la oscuridad. Ante tales afinidades lo que siguió, fueron los besos y una relación que duró cuatro años y tres meses, tiempo en el que mi padre se graduó y comenzó a estudiar un posgrado mientras que mi madre terminó la universidad y se metió a trabajar a una reconocida empresa constructora de la región. Ambos originarios de Monterrey y de familias de clase media, conservadoras, que estaban felices de ese noviazgo. A mi padre comenzó a irle muy bien en el posgrado, incluso se hizo gran amigo de un profesor que era un reconocido arquitecto que daba clases por el placer de compartir sus conocimientos con los jóvenes. Lo invitó a sumarse a su equipo de talentosos arquitectos que desarrollaban proyectos en diferentes países. Mi padre comenzó a tener aspiraciones desmedidas y se veía en un futuro trabajando para grandes firmas internacionales. Mi madre por su parte y a su propio ritmo iba haciendo una carrera más modesta pero consistente. Y entonces aparecí yo en el vientre de mamá. Inesperada y sorpresiva. Mi madre se llenó de júbilo y en su corazón enamorado habitaba la seguridad que le proporcionaba un noviazgo estable de tantos años, por lo que le dio la noticia a mi papá sin temor alguno e incluso con alegría. Se topó con el hermetismo de mi padre, quien de inmediato y sin dudarlo puso sobre la mesa la posibilidad de un aborto. La desilusión se apoderó del corazón de mamá y defendió su decisión de tener a su bebé con su apoyo o sin él. Entonces mi padre desapareció para siempre.

Así de simple, y sin otra explicación distinta a que su exitoso futuro peligraba si se ataba a mi madre y se casaba, decidió irse a radicar a Panamá y diseñar maravillosos edificios que quedarse al lado de mamá a diseñar un futuro juntos.

Mi mamá se llama Victoria e hizo honor a su nombre, salió victoriosa de semejante hazaña y me ha criado sola. Tanto la familia de mi padre como la de mi madre se sorprendieron mucho de la conducta de Eugenio, mi papá. Dice mi madre que incluso mis abuelos paternos hablaron con su hijo pero nada lo hizo cambiar de opinión. Un bebé no iba a detener su vuelo. Y así ocurrió, se fue a Panamá, después a Argentina y fotografías de sus edificios comenzaron a circular por las revistas de arquitectura más reconocidas del mundo. Su nombre tomó prestigio y se fue a radicar a Europa por muchos años.

Mi madre me dio a luz un veinte de marzo a las cinco de la tarde y desde entonces se ha dedicado a amarme con todas sus fuerzas. A pesar de que siempre ha dicho que yo no he necesitado de un padre porque tengo mucha madre, debo confesar que eso no es verdad. Mi padre me ha hecho mucha falta. Mi abuelo materno usurpó el lugar de mi padre y me prodigó su tiempo y su cariño acompañándome a las juntas de la escuela y me llevaba a la escuela cada mañana. Crecí con mis abuelos maternos y mi madre, rodeada de cariño.Tuve los juguetes que anhelé de niña, y me compraron los vestidos que me gustaban. Mi cabello rojo les recordaba a mi padre y les hacía inevitable su recuerdo, ya que en la familia de mi madre no hay nadie con el cabello de ese color. Cada vez que mi padre visitaba Monterrey, mi madre tenía la esperanza de que la curiosidad lo venciera y tocara a la puerta preguntando por mí. Pero tengo veinticinco años y eso no ha sucedido hasta el momento.

No se cómo ha podido vivir sin mí. He sido una niña juguetona y poco enfermiza. Canto canciones de Miguel Bosé y de Shakira con una voz tan melodiosa que hasta he ganado concursos de canto en la escuela y he sido vocalista de un par de grupos musicales de la ciudad. Me gusta el cine francés y hablo perfectamente ese idioma. Como lo que me da la gana sin engordar, y mis ojos son los suyos. Seguro que si me conociera es lo primero que lo sorprendería, nuestro gran parecido.

He tenido que aprender karate para defenderme sola ante la ausencia de ese ser protector que me defienda de los gandallas. Hago yoga para controlar ese carácter impulsivo que me define y también soy muy amiguera. Seguro que si mi padre me conociera le caería bien. Pero no me ha buscado.

Nuestros vínculos se fueron deshaciendo con el tiempo. Mis abuelos paternos emigraron a Cuernavaca por asuntos del trabajo del abuelo y desde allá me mandaban regalos o postales. Dejaron de llegar cuando el abuelo murió y la abuela se enfermó de Alzheimer. Yo tenía quince años cuando tuve noticias de ellos por última vez. Las dos hermanas de papá que a veces me visitaban se casaron con extranjeros y una vive en Australia y la otra en Filipinas. Dejamos de buscarnos y la acumulación de los años se encargó de lo demás. La distancia y el tiempo deshacen los vínculos, pero no la nostalgia. Y siento nostalgia por mi padre aunque solo lo conozca por medio de fotografías. Algo que agradezco a mi madre es que nunca me ocultó nada. Desde que tuve edad me habló de papá, me enseñó sus fotografías y poco a poco fue contándome la verdad sobre mi origen. Mamá se casó hasta que yo cumplí dieciocho años. Tuvo muchos pretendientes pero se concentró en crear un patrimonio y en darme la seguridad económica que demandaba mi crecimiento. Hoy que la veo feliz al lado de Gustavo me siento feliz yo también. Mi madre es una mujer que admiro y a la que me encanta ver sonreír. Nunca sembró en mi corazón resentimiento alguno y me llevó de la mano por el sendero de la comprensión y la empatía, algo que deberían hacer todas las mujeres cuyas parejas abandonan a sus hijos por alguna razón. Nada que dañe el espíritu de un hijo puede ser de utilidad en su futuro, mucho menos tratándose de odios inútiles.

Cuando me preguntan si me ha dolido el abandono de mi padre no puedo mentir y decirles que no. Claro que ha dolido. Pero es un dolor acompañado de comprensión y en eso mi madre fue decisiva. No me transmitió su desilusión ni su desencanto, sino que respetó mi origen y me ha hablado siempre de mi padre como un hombre que tiene defectos y cualidades. Y así percibo al ser humano, con sus luces y sombras. Así somos todos.

Mi padre se casó hace diez años con una mujer inglesa y tiene con ella dos hijos pequeños. Radica en Berlín y dirige una firma internacional de arquitectura. Me siento orgullosa en la distancia por ser hija de un hombre tan talentoso. Si mi padre me conociera también se sentiría orgulloso de mí. No tengo la menor duda. Egresé con honores de la universidad, estudié ingeniería industrial y diseño automóviles para una firma japonesa. Soy de las más jóvenes en el grupo de inge- nieros que trabajamos en Tokio para dicha empresa. Hablo cuatro idiomas y canto en todos. Soy una joven feliz y me gusta estar viva. Qué bueno que mi madre no le hizo caso y me dio la oportunidad de existir. Si mi padre me conociera le concedería el crédito y seguro le diría: «Victoria, qué razón tenías, esta hija nuestra tenía que vivir.» Y amo mi vida, y me siento llena de amor para dar. Si mi padre un día se acerca a mí, seguro que le aviento en la cara un puñado de este amor que tengo reservado para él en mi corazón. Pero no quiere conocerme. Hace diez años lo busqué, conseguí su número telefónico y lo llamé.

-Eugenio, soy Verónica, tu hija -le dije en tono decidido pero cálido.

-Está usted equivocada, señorita, yo no tengo ninguna hija -respondió en tono inexpresivo y colgó.

Desde entonces no lo busco. No quiero forzarlo a nada. Si algún día la coincidencia se apodera de nuestros destinos y nos reúne en algún lugar del mundo ya veremos qué pasa. Yo lo añoro en la distancia y a través de los años. Mi madre me dice que tarde o temprano se dará la oportunidad y el momento adecuado para asumir nuestro vínculo. Tal vez sea en esta vida o más allá de esta vida. Mientras tanto yo no dejo de repetirle en voz baja y a lo lejos que se está perdiendo de algo maravilloso. De conocerme.

Y me gusta pensar que en lo profundo de sus sueños me imagina, que en el abismo de sus secretos habito, con mis pecas y mis cabellos rojos, enroscada entre sus venas, porque llevo su sangre. Me observo en el espejo cada mañana y susurro: «Papá, ¿cómo puedes vivir sin conocerme?»